Es que me olvido que tú vienes
Rubén Olivera, “Visitas”
desde otra muerte a visitar
Que siempre cuidas a tus vivos
Como cuidamos de vos.
Ciudad de Buenos Aires, otoño de 2017
Esa mañana se despertó feliz. Por fin llegó el primer jueves del mes. Se levantó más de prisa que de costumbre. Podría decir que esa mañana no le dolía nada. Caminó con paso firme hasta la cocina a prepararse el desayuno. Encendió la televisión. “Un choque múltiple complica el tránsito en el acceso norte”. Sacó de la alacena el frasco del té en hebras. “El INDEC informó que la inflación del mes llegó al 1,8%”. Puso la pava sobre la hornalla a fuego moderado. “Mañana de cielo despejado, tarde soleada, desmejorando hacia la noche”. Sacó de la heladera una mermelada de higo y la manteca. “Por la tarde el Presidente, junto con su gabinete económico, se reunirá con la delegación del Fondo Monetario Internacional”. La tostadora expulsó sonoramente dos rebanadas de pan negro. “Hallaron en las cercanías de la ruta cinco el cuerpo de la joven Nancy Delgado, desaparecida el viernes en Moreno”. Vertió el agua, a punto de hervir, en la tetera y se dispuso a esperar unos minutos. “Durante el fin de semana se llevará a cabo el desfile de las colectividades en Avenida de Mayo”. Se sirvió el té humeante en una de las tazas de porcelana y comenzó su ritual matutino del desayuno. “A las veintiuna se enfrentarán, en el Nuevo Gasómetro, San Lorenzo de Almagro y Racing Club por un lugar en la Copa Toyota Libertadores”.
Esa mañana ninguna noticia podría quitarle la alegría. Era jueves y a la tarde, como cada primer día de estreno del mes, iría al cine con su hermana. Nada pudo alterar esa rutina por cinco décadas. La habían comenzado cuando ella tenía algo menos de veinte años. Los primeros tiempos iban al General Paz, en Belgrano. El centro les parecía lejano. Tiempo después, atraídas por el movimiento del cine arte, se animaron a viajar. Debían tomar un colectivo hasta Federico Lacroze y desde allí la línea B del subterráneo. Reinaban los “cines de la L”, Losuar, Lorraine, Loire, Lorca, Lorange. Ellas se hicieron habitués del Lorca, estaba justo a la salida de la estación Uruguay del subte. Eran tardes de Fellini, Bergman, Renoir, Antonioni, Truffaut, Godard y tantos otros directores geniales. Ya nunca cambiaron ese lugar. En sus vidas, mientras tanto, todo fue cambiando. La muerte de los padres. Variaciones laborales. Casamientos. Nacimientos de hijos. Divorcios. Muertes. Nunca una mudanza. Seguía viviendo allí, en el antiguo departamento familiar que habían inaugurado siendo ella una niña en el 62. Ahora estaba sola en esos ciento treinta metros cuadrados, cubiertos de recuerdos y de objetos que se rompían o se descomponían. Sus amigas le decían que vendiera y se fuera a un departamento más chico por la zona. Tendría así menos gastos y le resultaría más fácil mantenerlo, afirmaban. Le quedarían además unos buenos dólares para vivir más holgada. Ella les decía que lo estaba pensando, pero en realidad sabía que nunca vendería el departamento de la familia. Allí habían vivido todos juntos. Ellas dos y sus padres. Pasaron por él otras figuras que se fueron, nacieron hijos que también se marcharon a hacer sus vidas. Alguno de ellos la presionaba para que venda, querían su parte. Ni siquiera había empezado la sucesión. Ella no podía perder la casa familiar. No la iba a vender. Esos pisos por los que caminaron Papá, Mamá, Ida y ella. Esas paredes que fueron su cobijo. Cambiar la historia de su vida por unos cuantos dólares. No le entraba en la cabeza. “Que esperen a que me muera, no falta tanto”, solía pensar para darle fin al asunto.
Abrió la puerta en busca del diario. Cada mañana en esas décadas La Nación estaba allí, esperando que alguien abriera la puerta de servicio y lo entrara al departamento. Primero era su padre que cada mañana, antes de ir al Estudio, leía la sección política y se malhumoraba. Después esperó a su madre que lo hojeaba despreocupadamente y ahora a ella que casi no lo abría. Ese día, sin embargo, lo levantó del piso con entusiasmo. Quería comprobar la nueva programación cinematográfica. Recorrió la lista de salas del centro, cada vez más breve. En el Lorca daban una que seguramente le iba a gustar a Ida. Lucky, la película póstuma Harry Dean Stanton, ese actor delgado de rostro cincelado para hacer cine, a las catorce cuarenta y cinco y a las veinte y veinte. No tenía mucho tiempo. Irían por supuesto a la función de las catorce cuarenta y cinco. A ellas no les gustaba andar viajando de noche. De modo que fue a tomar un baño y prepararse para la salida. Se dejó acariciar por el agua bien caliente. Siempre le gustó bañarse así, permanecer mucho tiempo bajo el agua casi hirviendo hasta que el cuarto de baño se llenaba de vapor y los espejos se empañaban. Ida se enojaba porque ella se bañaba con agua casi fría, en forma rápida y le molestaba estar perdida en la bruma que dejaba su hermana. Caminó lentamente hasta la habitación del fondo mientras se secaba el cabello gris. Allí se vistió con ropa de media estación. Combinó prendas de color marrón claro. Se miró al espejo del pasillo. Se vio casi linda. Agarró la cartera y revisó que estuviera todo lo necesario en su interior, en especial la billetera y la tarjeta para viajar. Se roció con una brisa de perfume y salió por el palier privado. Volvió a inspeccionarse en el espejo del ascensor. Sonrió feliz, compartiría un filme con su hermana querida. Desde el mes pasado no la veía. Pensar que por seis décadas no hubo día que no compartieran. Y ahora, desde el anteaño, sólo una vez al mes y ese ratito de la película.
—Pero es algo —se consoló— peor es la gente que no se ve nunca más.
Salió a la calle, caminó unos pasos hasta la avenida Triunvirato y al llegar dobló hacia Monroe para tomar el subte B.
“Cómo se simplificó viajar al centro en estos últimos años”, pensó. El subterráneo tenía su terminal allí, ya no era necesario hacer un viaje en colectivo hasta Federico Lacroze para tomarlo como lo fue por años o hasta Avenida de Los Incas, terminal provisoria durante un tiempo. Al bajar a los andenes ya había una formación lista para salir. Subió y consiguió asiento. A esa hora viajaba poca gente en dirección al centro. En veinte minutos estaba en la puerta del cine. Unos años atrás lo habían reformado, pero en su interior ella se sentía en el mismo refugio de siempre. El cine de ellas. Sacó entrada para la función de las catorce cuarenta y cinco de Lucky. Se dirigió a la sala uno, donde se exhibía. Por suerte la proyectaban en esa, ubicada en la planta baja. Le estaba costando subir las escaleras para llegar a la sala dos. Se ubicó en una de las filas de atrás, donde a las dos les gustaba sentarse. La película se veía mejor desde allí. Dejó libre el asiento contiguo al suyo. Se apagaron las luces. Estaba por comenzar la proyección cuando sintió, como todos los primeros jueves de mes, los pasos de Ida por el pasillo. La hermana se sentó a su lado, en la butaca vacía. Se tomaron de la mano y empezó la película.
Autor: Miguel Acquesta (Argentina, 1949). Licenciado en Psicología. Publicó artículos científicos y siete libros sobre Psicología del Desarrollo. Varios cuentos formaron parte de revistas literarias y antologías. Obtuvo menciones y premios en concursos literarios. Becario del Fondo Nacional de las Artes en Letras, donde produjo “Luces en la oscuridad. A 21 años de la masacre de Ramallo”, obra aún inédita. Publicó Relatos Urbanos (Editorial Vanadis, 2021) e Historias de asfalto por la misma editorial en 2022.