Sombra negra
Al día siguiente, el sol irisó sus hileras, otra vez, sobre el páramo alboreado con el sondeo de los llantos y el olor fatigante a pólvora. La carrera de nuevos modelos inspiracionales se embriaga en sauces del pasado. Cada uno patina, a ribera de semblante dudoso, por ver quién es el primero en resbalarse sobre sus propios sesos. La rutina del carnaval sádico se ha tornado la cresta de juicios indiscretos, donde la calle se adorna con flores de féretro para la niñez desguindada.
El grito sónico de las madres se transporta en las colinas, mientras los archivos expiatorios de la madre patria duermen en silencio, en una quietud extremadamente irritante que desnuca la cordura del pueblo y los cimientos tambaleantes en los que se forjó la seguridad social. El policía atrás ha dejado la placa que ronronea junto al diafragma, lanzando su última tonada del himno nacional. Aquellos hijos suyos se han afilado a vuelo de pulgares que aún impelen el gatillo de las pistolas resguardadas por los salvavidas. Su espalda contempló el edificio del Departamento de Policía, que en sus hormigones y en el cemento interminable, aún conserva la mugre deslindada de los monstruos que mataron a quemarropa.
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Día de congratulación en la vida de un depresivo
Me levanté adolorido de la cama esta mañana, sobando el incruste de los clavos apegándose a mi espalda durante la noche. Mi estómago vacío se estruje desde el lecho; llevo diez días comiendo chatarra yanqui y, desde los ácidos gástricos, se desgañita en la decadencia de la cultura occidental.
Hoy desperté con ánimo, aunque no lo crean, porque la respiración entrecortada y con dolor punzante no me ha visitado esta mañana. No temo ni me preocupo; esta vez, nada me persigue. El sol taciturno acalora mi piel en vez de cortarme la escama. No temo ni me ahogo; esta vez, nada me adolece. Ya ni siquiera el tiempo me ofrece cansancio, pero soy un hombre peculiar: llevo diez días sin perder su noción.
Cinco días sin bañarme: por fin contemplo la dulzura de las gotas de agua despampanándose en mis pestañas. Conservo el desvelo por llorar; el salpiqueo de las lágrimas cristalizadas no es de indulgencia. El estuco de la pared se ha podrido a cada gota, mas no es el problema que me atañe, pues este día voy con especial avidez para purgar la mugre refugiada de mis uñas. Lo hago así, con la yema de los dedos y, aunque duela, también desenredo el cabello; cada uno desciende a paso recio de recuerdos que pulen la carne muerta de la piel.
Aunque la marcha sobre el escrutinio de los ojos burlones quiera observarme con juicio, hoy logré algo descomunal —aun, con la brecha en la cabeza—: este día desperté, comí y me duché.
Autor: Alberto Férrera (Santa Ana, El Salvador, 2001). Escritor, poeta y estudiante de Ciencias Jurídicas. Ha asistido a diversos eventos culturales, y ha participado en la presentación de libros, peñas poéticas y algunos talleres literarios. Asimismo, es miembro activo del colectivo santaneco Rescoldos Literarios y sus poemas han sido publicados en sitios divulgativos como El Norteño News y la revista Oclésis, México. Desde niño, adoptó un interés por el arte narrativo y cinematográfico, y jugó con historias que acrecentaron el desarrollo de su creatividad. A los trece años ingresó al colegio Bautista; sitio educacional donde comienza a surgir su pasión por la poesía; ahí creó sus primeros escritos y abordó un romanticismo entrañable en las letras.