Me desperté con ese sabor en la boca que me recordaba a mi infancia, la época más feliz y despreocupada de mi vida. Eso es justo lo que necesito, un alimento para el alma más que para el cuerpo. Eso terminará con mi mala racha, con mi mal genio y con el cansancio infinito que me tiene arrastrándome desde hace semanas. Busco la receta. Estoy seguro de que la he copiado. Se la había pedido a mi abuela, le había rogado que sea especialmente detallada para limitar la posibilidad de desastre, siempre presente. Eso de «una pizca de sal», «un poquito de pimienta»… No, señor. Dame medidas exactas. La cocina es química, ¿no? ¿Qué experimento se hace con una pizca de óxido de magnesio y un poquito de cloruro de potasio? Ni hablar. Receta para el desastre. Por eso, mi abuela, después de mucho renegar, me había hablado en cristiano y tenía las cantidades exactas para que sea perfecto. Y será perfecto cuando encuentre el condenado cuaderno donde la apunte. Carajo. ¿Lo habré perdido en la mudanza? Imposible. Estoy segurísimo de que… ¡Bingo! Veamos…
Cuatro tomates, una cebolla, un diente de ajo, un pimiento rojo pequeño, una hoja de laurel, dos cucharaditas de sal, media cucharadita de pimienta negra, dos tazas de agua, tres cucharadas de aceite de oliva. ¡Perfecto! Realmente es todo lo que necesito. Voy por los tomates. Lavo. Probablemente, lo primero que aprendí en la cocina fue a lavar cosas. Mi madre estaba aterrada de dejarme hacer cualquier otra tarea. Creo que la primera en dejarme usar un cuchillo fue mi abuela, a espaldas de mi madre, cuando tenía trece años. Si mamá se enteraba… Pero no la culpo. Su manera de cuidarme fue sobreprotegerme, aunque lo que resultó de eso fue un niño inútil y raro, con nulas habilidades sociales. Pimiento y ajo. Lavar. Necesito comprar más verduras. He estado viviendo a punta de ensaladas, porque son saludables y frescas… y porque no me da la vida para hacer absolutamente nada más que lavar y picar verduras. No puedo más. Estoy tan cansado de… Ya, poner a hervir los tomates por un minuto para pelarlos. En lo que el agua hierve, será mejor empezar a picar la cebolla.
Si cocinar puede verse como una sesión de terapia, el picar cebolla es una sesión intensa, gratuita y sumamente efectiva de llanto purificador. Expiatorio. Es realmente increíble. Uno empieza llorando por las sustancias que libera la cebolla como autodefensa, medio resistiéndose y renegando porque arde, pero luego aprovecha la situación para llorar sus grandes problemas y pequeñas minucias, sin pena ni esfuerzo. Nadie te juzga por llorar mientras picas cebolla, ni siquiera tú mismo. Es curioso, porque mi sistema de autodefensa consiste en no llorar, porque si empiezo no hay cuándo acabar y sólo siento que me derrumbo, como si estuviera hecho de tierra o de arena y sólo me desgrano, me remuevo, ruedo en partes fuera de mí, me deshago y me… ¡Tomates listos! Quema, quema, quema. Odio pelar tomates. Todo sea por la receta. Y, pelados, los corto en cubitos como la cebolla. Y pico el pimiento y el ajo. Sartén con el aceite. Odio el aceite de oliva, porque odio las aceitunas, y no sé si soy sólo yo, pero estoy seguro que ese aceite huele a aceituna. No lo soporto. ¿Por qué no se hace esto con aceite de girasol o algo así? Bueno, ya está. Qué bueno que esta botella se le quedó aquí. Estúpido aceite de oliva.
Sofreír con cuidado cebolla, pimiento y ajo. Qué horrible verbo. Sofreír. Sous freír. Casi freír, pero sin hacerlo. Casi. Casi te amo, pero no es suficiente. Casi. Insuficiente. Una acción cruelmente incompleta, irresponsable. Las cosas no se hacen a medias. O se hacen o no se hacen, maldita sea. La vida no se vive en tibiezas. ¿Qué es un casi? ¿Por qué casi? ¿Por qué no? Añadir los tomates, el laurel, sal, pimienta, mover. Cubrir con dos tazas de agua hervida. ¿Debería agregarle orégano? No, no. Seguiré la receta. Necesito que sea como la recuerdo, como la de mi abuela. Tal cual. Así invocaré los recuerdos felices que sanarán mi alma abollada. Si es que sigue en mi cuerpo. Tal vez se llevó mi alma y dejó el aceite de oliva a cambio. ¿Será por eso que el cuerpo me pesa tanto? ¿Ya no tiene nada dentro que lo sostenga y anime? Cargo un peso muerto, pero ni siquiera sé con qué fuerza. Bajar el fuego, dejar hervir por veinte minutos removiendo cada cinco minutos. Esto originalmente era “lo dejas hervir un rato, moviéndolo cada tanto”. Para mi abuela eso tenía perfecto sentido. Un rato pueden ser diez minutos, una hora, tres años, con interrupciones cada tanto, y cuyo punto final aparece sin previo aviso, de un momento a otro, de la absoluta nada. Fin. Lo siento, no es suficiente. Casi, pero no lo es. ¿Y te toma tres años darte cuenta de eso? ¿Me vas a decir que un día sólo despertaste y el rato había pasado y sólo dijiste: “¿Ya, eso es todo?”. ¿En qué momento comenzó a ser insuficiente? ¿Por qué? Carajo, esta olla está caliente. ¿Dónde están los malditos guantes para sacar cosas del horno? Ni idea. El secador será.
Probar la sal, cierto. A ver… Sí, así está bien. Veamos, ¿con qué puedo acompañar esto? Mi abuela me hacía pan al ajo, pero… Ya. Cortaré medio baguette en rodajas, les pongo mantequilla, ajo en polvo y orégano, y al sartén. Eso debería funcionar. Probablemente eso se haga con aceite de oliva, pero no gracias. Ahora sólo hay una sartén, así que lavar primero. Odio lavar sartenes y ollas. Cuando mi madre me hacía lavar los platos, el segundo nivel del curso de lavado, siguiente al del lavado de verduras, corría para lavar todo, antes de que la montaña de platos, vasos y cubiertos se vea coronada por las ollas vacías del almuerzo. Ah, no. Ollas no. ¿Por qué tengo que lavar las ollas? ¿Por qué no las lava papá? La mirada asesina que lanzaba mi madre te atravesaba los ojos y se anidaba en tu nuca. Ahí parecía que cortaba, fría, lenta, ineludible. De chico estaba segurísimo de que, si me veía así por mucho tiempo, mi cabeza sólo iba a rodar lejos de mi cuerpo, limpiamente cercenada. Sólo por eso lavaba las ollas. A Martha le lavaba las ollas solo para que no se le rompan las uñas. Se frustraba tanto cuando pasaba. Ahora tengo que cortarlas todas. Qué horror. Mis manos se verán horribles, con lo gordos que tengo los dedos. Maldita sea. La sonrisa que ponía cuando le decía “No te preocupes, mi amor, yo lo hago” me atravesaba los ojos, pero no viajaba hacia mi nuca. Me inundaba todo y me explotaba en el corazón. Mierda. Maldita sea. A ver. Listo. La olla fuera del fuego, pongo la sartén y las rodajas de baguette. A fuego bajo, supongo.
Licuar la sopa. Quitar primero la hoja de laurel. ¿La meto así caliente en la licuadora? Bueno. Mi abuela debía saber lo que me estaba diciendo. Una cuchara. No quiero que quede nada en la olla. Necesito hasta la última gota. Odio el sonido de la licuadora. Me pone ansioso desde niño. ¿Por qué suena tan fuerte? ¿A nadie se le ha ocurrido lo útil que sería una licuadora silenciosa? Sería un éxito. Así puedes licuar el jugo del desayuno sin despertar a nadie, o conversando con alguien, o licuar las sopas y al mismo tiempo escuchar la radio o a los niños jugando. ¿Qué pasa si estoy licuando y entra un ladrón? No lo escucharía. Este monstruoso sonido no solo es infinitamente molesto, sino peligroso. Creo que ya es suficiente. Una probadita… No. Necesito probarla correctamente: servida, decorada con perejil, con el pan al lado. ¡El pan! Uf, qué bueno que está a fuego bajo. Voltear. Perfecto. Perfecto. Bien. Bueno, lavaré la olla de una vez, total… Sirvo la sopa en un tazón blanco hondo y lo acomodo en una fuente a juego. Aquí pondré el pan. Perejil, perejil. Solo necesito una hojita. Listo, perfecto. Y el pan también. Lo acomodo y lavo la sartén. Dejaré todo en orden, a ver si yo mismo vuelvo a estar en orden. Necesito recomponerme o simplemente me perderé.
¡Cena lista! Definitivamente es esto. Es lo que necesito. Corro a lavarme las manos al baño antes de iniciar mi ritual de sanación. Carajo, no hay jabón. Ah, cierto. Siempre tengo un jabón nuevo sobre el espejo-botiquín porque odio venir a lavarme y tener que volver hasta la lavandería cuando no hay jabón, para luego regresar al baño. Tiempo perdido inútilmente. Un rato que pueden ser dos minutos o tres años. ¿Por qué demonios es tan alto este botiquín? Jalo el banco. Jabón, estoy seguro que estás por aquí. Y, ¿qué es esto? Ah, el cepillo de Martha. El cepillo rosado que escondí porque no podía botar. Martha… Caigo. El dolor como fuego que me devora el espinazo. Mi cabeza sobre la blanca bañera, tan pesada que cuelga. Demasiado pesada. Ese líquido viscoso, espeso, rojo brillante, me recuerda a la sopa de tomate.
Autora: Karla Paola Cabrera (Lima, Perú, 1998). Licenciada en Lingüística y Literatura con mención en Literatura Hispánica de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Actualmente, es asistente de docencia en la misma casa de estudios. Está interesada en la investigación en literatura fantástica, narrativa latinoamericana y estudios de género. Obtuvo la Beca Fundación BBVA en 2019 y el Premio de Apoyo a la Investigación 2021. Fue finalista en la VII edición del Concurso de Microrrelatos de la Amnistía Internacional en 2020. Fue columnista de la sección de Moda en el portal Letras al mango. Ha publicado un artículo académico en la revista Zur y microrrelatos en la revista Primera Página.