Existe una conocida y maravillosa anécdota sobre los primeros acercamientos de Graciela Iturbide hacia la fotografía. Siendo apenas una niña, disfrutaba de observar y atesorar para sí las fotos que su padre les tomaba a ella y a su familia; hurgaba en el cajón del armario y miraba con fascinación aquellas que robaría para su colección. «Me castigaron varias veces. Yo creo que por eso soy fotógrafa, por rebeldía», dice con una sonrisa en la cara, en una entrevista para Canal 22. Más adelante, cuando cumpliera once años, le regalarían una cámara Kodak. Estos eventos permanecen en la mente de la artista como las primeras expresiones de su deseo de fotografiar el mundo, de inmortalizarlo con la lente.
Sin la cámara, ves el mundo de una manera, y con la cámara, de otra; por esa ventana estás componiendo, incluso soñando con esa realidad, como si a través de ella se estuviera sintetizando lo que tú eres y has aprendido del lugar
GRACIELA ITURBIDE
A pesar de esas tempranas pulsiones, el encuentro de Iturbide con la fotografía –entendida no sólo como una profesión, sino como una forma de vida– se daría hacia su tercera década de vida. Para entonces, Graciela se había casado y tenía tres hijos. Su atracción por las artes no cesó; quería ser escritora. Años más tarde, la curiosidad y avidez de conocimiento que la caracterizaban desde la infancia la llevó a inscribirse al Centro Universitario de Estudios Cinematográficos. Fue ahí donde conoció a uno de los personajes fundamentales en su formación: el fotógrafo Manuel Álvarez Bravo, para quien trabajó como asistente. Años después, Graciela confesaría que Álvarez Bravo le enseñó tanto de fotografía como de la vida. Compartían algunas tardes escuchando música clásica, hablando de arte, asistiendo a exposiciones. «No fue un profesor, jamás fue mi profesor, sino un maestro en el sentido más amplio de la palabra», comenta la artista en su entrevista con Fabienne Bradu. El interés de Bravo por la cultura popular, el respetuoso –casi sigiloso– acercamiento con que fotografiaba lo que le interesaba sin importunar a la gente, la paciencia con la que realizaba su trabajo, fueron hechos que marcaron el trabajo profesional de la artista.
Iturbide ha afirmado en múltiples ocasiones que la fotografía es para ella un pretexto para conocerse a sí misma, al mundo, a la vida: explorar, andar, descubrir, mirar con otros ojos nuevas realidades, sorprenderse. Viajar ha sido un elemento fundamental en su vida artística. Durante los primeros años de su carrera como fotógrafa se dedicó a conocer su país, enfocando la lente en comunidades indígenas, sus rituales, sus costumbres, los espacios que habitan.
Su mirada poética de las cotidianidades y el interés antropológico de su obra se manifestaron desde sus inicios. Graciela no irrumpía con su cámara el correr del tiempo, no pedía que la gente posara –salvo que ellos lo desearan– ni truncaba su rutina. El deseo genuino de conocer al otro, lejos de la exotización, la llevó en más de una ocasión a adentrarse en la vida de sus retratados como si formara parte de ellos, a integrarse a la comunidad, devenir en uno más. Dormía bajo su techo, comía su propia comida, escuchaba sus historias, a veces ganaba incluso su cariño. La complicidad entre ella y sus personajes es evidente en sus fotografías, y constituye una de las riquezas de su obra.
De aquellos primeros ensayos fotográficos no puedo dejar de mencionar su trabajo en el desierto de Sonora y en Juchitán, donde tuvieron lugar dos de sus obras más célebres: La mujer ángel y Nuestra señora de las iguanas –que sería conocida como «la medusa juchiteca» por los habitantes del lugar. El halo místico de la primera fotografía, el contraste entre ruralidad y modernidad –pues el hada que se dirige al horizonte carga un radio en la mano derecha, mientras con la izquierda intenta desprender su pelo que ha quedado atorado–, así como el encuadre de la segunda –que retrata a la mujer como si se tratara de una Madonna–, muestran la extraordinaria capacidad de Graciela en la elección de temas y de composiciones. Si bien una indica dinamismo, mientras la otra sugiere quietud, contemplación, ambas parecen retratar el momento preciso. «Robar pedazos de la realidad», en sus palabras.
Más tarde, Graciela Iturbide tuvo la oportunidad de viajar –siempre con la cámara bajo el brazo– a La Habana, Panamá, Alemania, Estados Unidos, Madagascar, Japón, India, Francia, Argentina, España. De todos aquellos lugares nos queda la maravillosa memoria fotográfica de artista.
Dentro de la vasta obra de Graciela Iturbide podemos tejer discursos que versan sobre la muerte, la vejez, los roles de género, la niñez, lo popular, lo cotidiano, la otredad. El conjunto tan heterogéneo de sus temas me sorprende a la vez con un hilo de continuidad –hermandad, podría decir– que va más allá de la monocromía: se trata de la poesía con que logra retratar las escenas más violentas –como aquellas conjuntadas en su libro En el nombre del padre–, las miradas más duras, los paisajes más áridos.
Autor: Sofía Amezcua Apasionada por la cultura y sus manifestaciones. Historiadora del arte en formación. Ser narrativo. |