Primero que nada, quiero darles la bienvenida a esta sección, dedicada a algunos de los frutos cosechados a lo largo de los últimos dos siglos de la tradición de nuestras letras latinoamericanas.
El primer escrito de esta serie, el cual me corresponde presentar en esta ocasión, trata sobre una obra de fin de siècle extraviada en un naufragio alrededor de 1895, rehecha al año siguiente, (poco antes del enigmático suicidio de su autor) y publicada veintinueve años después, en 1925, por la editorial bogotana Cronos: me refiero a De sobremesa de José Asunción Silva, una obra suelta, pues no encaja con la gran producción poética de su autor, y desfasada debido al gran lapso de tiempo existente entre su producción y su tardía publicación. Tres son las razones por las que he elegido esta obra para comenzar:
1) por la gran cantidad de peripecias y dificultades por las que pasó esta obra antes de poder llegar al público;
2) porque si bien el autor pertenece formalmente al siglo XIX, las ediciones de su obra fueron realizadas ya en pleno siglo XX, entre los años 1906 y 1996 principalmente;
3) porque representa el brillo incandescente del siglo XIX existente en el XX, que no permitía olvidar al modernismo hispanoamericano y a su principal precursor.
Ahora, sin más que decir, pasemos a hablar sobre la obra.
Intenta recordar la descripción física exacta de José Fernández, o ubicar algún momento fijo en tu memoria en el que hayas jurado experimentar la sensación de sus cabellos entre tus dedos, las finas líneas de su piel o el suave roce de sus manos: es más que probable que no puedas recordar algo así y que la única imagen que te venga a la mente sea la de los penetrantes ojos azules de la niña de quince años; y es que sí, la belleza de Helena opaca todo a su alrededor, a tal grado, que pareciera que los fragmentos del diario de Fernández sólo cobran sentido el once de agosto que la ve por primera vez entrando al comedor de un hotel en Ginebra.
A simple vista, pareciera incluso una trágica historia de amor capaz de hacer a cualquiera agonizar como lo hace José Fernández frente aquel gran reloj de mármol negro durante los últimos minutos del año: la realidad es que, al poner un poco más de atención en el comportamiento del protagonista, podría resultar ser, incluso, todo lo contrario.
Entre todo el furor que causa la presencia de la virgen de Fra Angélico dentro de la obra, pasan casi desapercibidos eventos como los narrados en las hojas del diario fechadas con el 23, 29 y 30 de junio; entradas consecutivas en las que se presenta un hecho sumamente violento que es descrito con el mayor cuidado posible: el calor de la sangre en la mano y la sensación del puño ensangrentado de la camisa causados por una violenta reacción ante una especie de ataque de celos que parece incluso un evento aislado, revela una parte del comportamiento de nuestro protagonista que no puede ser dejada de lado.
Aquella extraña e incluso indescriptible obsesión por Helena que al inicio podría parecer sumamente romántica, no es más que la materialización de su deseo de redención, con el que juega implacablemente, pasando de la estricta vida de celibato al abandono de las orgías de la carne: no deseaba encontrar a Helena porque la quería, ni siquiera para darle por fin el descanso a su abuela agonizante; sólo quería dejar de despertar cada mañana con aquella sensación, combinación de repudio y pena, huyendo de la habitación en la que pasó la noche, incapaz de ver a su amante momentánea a los ojos por última vez, escapando de su presencia, de su recuerdo, de las promesas susurradas al oído la noche anterior consumidos por el deseo; de los besos, del sudor y de las caricias.
Siempre que sospecha que no hay manera de volver a ver a Helena y que cualquier esfuerzo realizado será en vano, busca a una nueva mujer con la cual pueda sentirse un poco menos solo; su dependencia sexual es tanta que cuando decide no volver a acostarse con ninguna mujer que no sea Helena (hasta que la encuentre, claro está), a pesar de desquitar toda su energía en diversas labores, su debate interno entre los deseos carnales y los de salvación se manifiestan en grandes periodos de malestares físicos que consiguen dejarlo en cama, para finalmente reponerse y volver a su rutina.
Al ser un poeta con alto grado de reconocimiento (a pesar de su poca producción), su facilidad para conquistar es tal, que a lo largo de su diario desfilan gran cantidad de mujeres que fueron seducidas por él y con las que tuvo una (o unas cuantas más) noches de placer. Entre sus muchas amantes está Nini Rousset, una divetta, a la que conquistó con un ramo de gardenias y un par de diamantes. Entre los fragmentos que hablan sobre ella, el del nueve de agosto narra:
«Un impulso loco surgió en las profundidades de mi ser, irrazonado y rápido como una descarga eléctrica, y como un tigre que se abalanza sobre la presa cerqué con las manos crispadas, sujetándola como con dos garras de fierro, la garganta blanca y redonda de la divetta. ¡Ahogarla ahí, como un animal dañino contra las almohadas de plumas! Dio un grito horrible al despertarse, asfixiándose, me clavó los ojos, con las pupilas dilatadas, como una expresión de terror sobrehumano, y al adivinar mi intención con voz ronca, ¡loco! ¡loco! ¡está loco! y sacudiéndose con la agilidad de un venado perseguido por la jauría, huyó medio desnuda a encerrarse en su cuarto, llorando de miedo».
Las desea tanto como las odia a todas: con palabras les endulza el oído hasta que le permiten desgarrarles las prendas; con los dedos les rodea el cuello por placer, hasta que en él no habita más el deseo, sino un odio profundo, que lo hace enterrarles las uñas en la piel hasta que, huyendo de la asfixia, se recogen en una esquina de la habitación, con los ojos desorbitados, cubiertas de sudor y con un sollozo atorado en la garganta; piensan que se ha vuelto loco, pero lo que no saben es que, al reflejarse en las pupilas de su amante, cree que al lastimarlas se destruye a sí mismo: intenta aniquilar esa parte susceptible a la seducción de la simpleza cortesana que lo agota, que detesta y que lo enferma.
La fijación con las mujeres y el gran deseo que siente por ellas no es natural, no es apasionado ni mucho menos bienintencionado; hay algo en él que no le permite amarlas y que en determinado momento de la noche, hace que quiera destruirlas, dehacerse de ellas una vez que lo han complacido: sin escatimar en gastos consigue diamantes y cualquier clase de ‘utilería’ que le permita conseguir a la dama que es objeto de su deseo, pero esto es solamente momentáneo. Su vida es una constante producción para una obra incompleta, una obra a medias que no logra satisfacerlo y con la que no está feliz, pero que no consigue modificar, pues en una lápida del cementerio yacen los restos de la única posibilidad que alguna vez tuvo de alcanzar la redención.
Así, en un rincón del cuarto en penumbra, mientras lee con voz trémula, entre las manos estruja las hojas del diario como solía hacerlo con los muslos de sus amantes y con el camafeo de Helena cuando lo acercaba a su corazón para sentirla; lleno de resignación, lleno de frustración y lleno de ganas de seguir desquitando la rabia que le provoca la imagen del sepulcro de Helena en otros cuartos, en otras camas, con otras mujeres.
Cuando logramos hilar el final de la obra con el inicio, descubrimos que el José Fernández que lee en voz alta su diario no es el enamorado decidido a encontrar a la virgen que se metió en sus pensamientos, sino aquel que transpira sudores de sangre, de odio y de aflicción: ¿qué mejor manera de recordar al siglo XIX, en pleno siglo XX, que con la decadente figura de nuestro poeta condenado, José Fernández de Andrade?
Autor: María Fernanda Murillo Rodríguez «El humano está formado de un espíritu y un cuepo, de un corazón que palpita al son de los sentimientos.» – Violeta Parra. Estudiante de Lengua y Literaturas Hispánicas, FFyL. |