“Mamá, el campo”: el recuerdo detrás de la puerta

Reseñar poesía se siente un poco como explicar un chiste. A diferencia de la prosa, un resumen no basta para saber a medias tintas en qué consiste el argumento. Cuando se trata de poesía, conviene sentarse a leer (en voz alta, preferentemente) para dejarse llevar por los juegos del lenguaje antes de llegar a conclusiones. Cada lector brinda sus propias interpretaciones según como le resuenen las palabras en los oídos y en la mente. En La comprensión de la obra de arte literaria, el filósofo Roman Ingarden señala, de manera general, que toda obra se completa hasta que llega a manos del receptor, por lo que, desde esta teoría, depende del lector sentir al texto como algo poético o no. 

Como lectores de poesía, podemos trasladarnos por medio de la musicalidad, los sonidos de los versos y la profundidad de las figuras a lugares que no precisamente pertenecen a la ficción porque conectan con nuestras cotidianidades, pero tampoco pertenecen del todo a la realidad. Sucede así con Mamá, el campo (2023), un extenso y maravilloso poema escrito por Lázaro Izael (México, 1997) y editado por la Universidad Autónoma de Nuevo León. 

El epígrafe del libro concierne a la admirable voz de Minerva Margarita Villareal, poeta y editora mexicana originaria de Montemorelos, Nuevo León: “Estoy anclada / y esta casa mojada por la lluvia / esta casa azotada por el viento / hecha polvo / y materia que crece. / Esta casa soy yo”. Por un lado, una casa es un espacio que se construye siempre en colectivo tanto física (el diseño de la cimentación, la estructura, las instalaciones), como simbólicamente (la formación del ambiente, los vínculos, las vivencias). Por otro, la casa funciona como una extensión del cuerpo. Nosotros habitamos el cuerpo, el lugar donde se alojan nuestros vasos sanguíneos, células, órganos, huesos, miedos, emociones, pensamientos e ideas, a la vez que el cuerpo habita simultáneamente nuestra casa. 

En el poema, la casa es un espacio de intimidad donde se guardan los recuerdos detrás de la puerta, principalmente de la infancia. Pueden recordarse así, las ventanas por donde entraba el sol, los olores de la cocina, los programas de televisión transmitidos durante los fines de semana, los juguetes de algún cumpleaños, los gritos de las discusiones familiares… Todas estas vivencias retumban en las paredes de la casa igual que los recuerdos en la mente: “yo corría como si un perro enorme pudiera ser una jauría un perro / enorme que rasgara una mandíbula que perseguía mis tobillos una / ágil ensoñación una gacela diminuta como las cabras…”.

La casa no siempre es un refugio para los que la habitan, a veces es un campo de batalla o el infierno mismo. Destaca cómo el autor intercala pinceladas del paisaje (los árboles frutales, los geranios carmesí, el atardecer del mar, los chorros de agua que se estampan con la tierra y las paredes que se pintan de dorado) con los versos que retratan una sensación de asfixia experimentada por la madre de los niños. Este juego de imágenes contrapuestas produce el efecto de un recuerdo nostálgico de la infancia, donde la naturaleza hace que cobre vida el pasado al mismo tiempo que el comportamiento de la mamá refuerza de sentido y significado la experiencia del pasado. 

De igual modo, esta oposición representa la complejidad de la madre. El sujeto lírico se encuentra con el enigma de la figura materna, ya que se enfrenta a la imposibilidad de conocer todos los aspectos que integran a la madre como persona. Cuando ve al pasado se encuentra con un ser contradictorio: recuerda una ama de casa, pero también una mujer como objeto de deseo y como un objeto sexual.

Al comienzo, la voz poética parece que tiene un tono infantil porque se dirige a la mamá y la nombra en repetidas ocasiones; sin embargo, después de algunas estrofas, aclara que se trata de una voz joven pero adulta. En su búsqueda de identidad, el sujeto lírico resignifica la imagen de la madre concibiéndola así de una manera más adulta y realista; no se trata de un ser perfecto e idealizado, sino de una persona que tiene una historia de vida, pasiones, ansiedades, envidias, etc. Estos fragmentos pueden percibirse como una reconciliación con el pasado y con la figura materna, donde la madre no sólo debe amar, proteger y mimar incondicionalmente a sus hijos, sino que también es una mujer que sufre distintos tipos de abusos y violencias, una adolescente que busca huir de las responsabilidades para disfrutar del cuerpo y la fugacidad de la vida, aunque al mismo tiempo una niña ingenua que no sabe decir que no: 

tú sola, Ana tú sola
cuántas veces me contaste antes de dormir
lo mucho que querías volverte loca
salir a las calles
y andar 
sin que nadie te conozca 

Lázaro Izael, Mamá, el campo, UANL, p. 33

Además, el poema está atravesado por una problemática latente y compleja de la actualidad: la migración. Generalmente, las narrativas en torno a la migración se concentran en la parte externa; esto es, en los traslados, las casetas, los refugios, las políticas de integración, pero la opinión pública se pierde de lo que ocurre en el ámbito interno o la intimidad. ¿Dónde vivían? ¿Cómo eran sus casas? ¿Cuántos hijos tenían? ¿Cuáles eran sus nombres? ¿Por qué decidieron irse? Así, Lázaro Izael nos lleva a la intimidad de una familia que conoce el abandono incluso antes de que la madre se vaya hacia Estados Unidos. A lo largo de los versos, somos testigos de una madre ausente que, aunque presente físicamente en la casa, se olvida de regar las raíces del campo, es decir, de sus hijos. 

El campo se relaciona íntimamente con los niños y la madre. No son únicamente mezquitales, rebaños de cabras, gallos de pelea, sino también una síntesis entre el cuerpo y el campo. Por ejemplo: “no soporto su peso masculino / la manera en que arremete contra mí / y yo me muevo / como las yeguas a punto de ser marcadas / quisiera no parar de relinchar / hasta que me arrancaran las manos”. O bien: “Ana, era apenas un bichito verde brillante empapado / tan joven pusiste tu carne a relucir / como la piel de las serpientes / que secamos al sol para hacer la sal”. 

El ritmo de Mamá, el campo es impecable, pues en ningún momento pierde fuerza a pesar de su longitud. Esto se debe a que, poco a poco, el autor añade capas al ambiente que van envolviendo al lector. Y lo hace con un estilo prosístico: hay tensión narrativa desde un principio; los personajes aunque son escasos, tienen un desarrollo; contiene alteraciones en la cronología, etc. María Baranda, quien fue mentora de Lázaro Izael, señala que “pocos poemas actuales tienen la fuerza y el lirismo que hacen de la propia tragedia ese lugar de todos donde siempre nos buscamos”. 

Conforme se acerca el final, la obra da una sensación de circularidad. Dicho en otras palabras, la voz poética comprende la realidad de la madre porque ahora vive rutinas, miedos y dolores semejantes a los de ella. Se experimenta así una especie de bucle temporal narrativo, como si los hijos no pudieran ser sujetos individuales dueños de sí mismos, pues siguen habitando la casa y los recuerdos de la infancia; de ahí la necesidad de entablar un diálogo con la madre. La voz lírica toma los recuerdos como herramientas del pensamiento que permiten traspasar las vivencias a las palabras. El vínculo con el origen fortalece la casa interior: “la infancia nunca muere / detrás me quedo yo / me escondo en las palabras / mi mamá llora / por algo que aún no podemos explicar”.

El lenguaje del campo y el lenguaje del cuerpo crean imágenes que nos hacen percibir la sensibilidad del poema. Bien menciona José Gorostiza en sus Notas sobre poesía que ésta es un juego de espejos, donde las palabras funcionan como reflejos que se muestran unos a otros creando caminos, encrucijadas o puertas secretas. Frente a esos espejos las palabras resuenan en nosotros, los lectores: 

y no quiero traducirles más el mundo 
no el mío 
el que veo florecer emponzoñado 
que se eriza sobre mí.

Lázaro Izael, Mamá, el campo, UANL, p. 16

Quienes en su nostalgia echen de menos leer poemas de largo aliento como “Muerte sin fin” o “Piedra de sol” y estén interesados en escuchar una voz de recuerdos y remembranzas, no desaprovechen la oportunidad de conocer la obra de Lázaro Izael: Mamá, el campo. Puede adquirirse en la librería digital de la UANL