Me asusta el futuro, no sé si me entienden. Veamos, ¿han pensado qué ocurriría si a un astronauta se le escapara de los labios una colilla encendida y cayera en dirección a la Tierra? Nada. Sin embargo, no me negarán que un puro como los que se fuma Aaron A. G. Smith, mi vecino del piso cincuenta y uno, sería probablemente catastrófico pues hay puros que son auténticos meteoritos y no se consumen ni a la de tres o permanecen incólumes a la acción premeditada del sifón o de una regadera llena hasta los topes.
Tal vez mis recelos ante al progreso tengan algo que ver con mi afición por las películas de ciencia ficción. Me provocan pesadillas de las gordas. Les contaré una recurrente. Año 2076. La superpoblación del planeta hace estragos. Estoy en el metro y es hora punta. De repente me hallo rodando por el suelo con un tremendo golpe en la cabeza. Entonces me encuentro con una señora de traje beige que me persigue por los pasillos. La veo apuntando directamente a mi chichón con un enorme tubo de crema antiinflamatoria. Espeluznante, ¿no?
No hay día en que al levantarme no piense en el coche volador, el vehículo del mañana. Despidámonos de las ruedas, ahora vamos a flotar todos como una olla de buñuelos. Procuren que no se les acabe al combustible porque… en fin, elijan ustedes mismos la onomatopeya. ¿Y qué me dicen del enorme paraguas futurista? Alguien lo acabará inventando, no lo duden, y podrían salir ustedes disparados en un día de lluvia. Se abrirá camino por la Quinta Avenida como un elefante de Aníbal y ya no habrá quien lo frene. ¿Quién se enfrentaría a algo así? Escipión, pero, ¿quedan genios así? En mi barrio no, desde luego. Como mucho podríamos recurrir a mi amigo Alfred. No es ningún general romano pero tiene la cara de mármol. Y luego está el tema de las instrucciones cada vez más complejas. En serio, ¿alguien se aclara con esos tecnicismos? Yo no sería capaz de pronunciarlos sin una o dos patatas en la boca.
Por cierto, no soy el único bicho raro de Nueva York. Tengo un amigo astrofísico con ideas parecidas. Opina que si la Tierra fuera absorbida por un agujero negro quedaría reducida en pocos segundos al tamaño de un franco suizo, por lo que, en tal caso, no cabríamos todos o deberíamos renunciar al menos a nuestra mesa de billar. Eso sí, siempre que no nos convirtiéramos en un agujero de gusano, que es como un agujero negro más pero con aspecto de vecino gorrón. Comparte además una frustración conmigo, no entiende ninguna de las teorías de Einstein y eso lo tiene acomplejado. Según él, que te caiga en la cabeza un libro de Einstein es como si te cayera el propio Einstein. Yo le digo siempre lo mismo: Frank, olvídate de tanta teoría y, de vez en cuando, pon a todo volumen algún disco de Henry Mancini acompañado de un buen vino. Es muy útil para recuperar el ánimo siempre y cuando no logres despertar a tu vecino, el de las malas pulgas, e intente derribarte la puerta a hachazos.
El lunes pasado, mientras me debatía entre los titulares de la sección de sucesos del tipo “Hombre armado con un libro de filosofía siembra el pánico en el parque” o “Monstruo del pantano sin camisa descuida nuevamente sus modales”, llamó mi atención un pequeño anuncio publicitario con un sorprendente mensaje: visite Marte por un dólar. ¿Qué narices? No tenía nada mejor que hacer así que cogí mis bártulos y me fui a visitar Marte.
El anuncio llevaba a un sombrío sótano de una calle próxima a cuya entrada fui recibido por un alienígena. Sí, han oído bien.
—¿Qué quiere?
—Visitar Marte.
—Allá usted. ¿Tiene el dólar?
—Claro. ¿Es usted extraterrestre?
—Sí, de Brooklyn.
Extraña respuesta. Podría tratarse de un infiltrado aunque un infiltrado nunca lo hubiera reconocido o se hubiera hecho el sueco. Es lo típico, sobre todo en Suecia. No, reírse de la ufología no es una opción para los que estamos bien informados. Precisamente el otro día leí en una revista que un asteroide habitado denominado Basilio caerá irremisiblemente sobre el triángulo de las Bermudas de manera que, tras resbalar de forma oblicua por todo el Atlántico, se incrustará como una nueva península en la costa escandinava. Esta extraña civilización acabará por colonizarnos, lo cual entrañará un período más que probable de hibridación. Dado que los basiliscos se caracterizan por ser calvos, desdentados, miopes, unicejos, de cinco brazos, tres piernas, diez cuernos, látex a gogó y una falta absoluta de sentido común, la invasión será más bien silenciosa.
¿Por dónde iba? Ah, ya recuerdo. Cuanto más me adentraba en aquel cuchitril más convencido estaba de que había malgastado un precioso dólar. De todos modos la cosa mejoró y de qué manera. En otras palabras, me di de bruces con un marciano de los de verdad o eso figuraba en un letrero fosforescente sobre su cabeza. Decía lo siguiente: marciano rescatado contra su voluntad de un gigantesco glaciar en la lejana Alaska. Debía ser cierto, su rostro denotaba todavía cierta frialdad. Aquel ser me dejó pasmado, más aún cuando por un momento creí reconocer una cara.
—Oye, ¿no eres tu Peter, el del grupo de teatro?
—Se equivoca. Yo he nacido en Marte. Míreme bien. ¿Su amigo también tiene unas antenas como estas?
No me convencieron para nada sus explicaciones. Aun así, aparqué mis recelos y seguí adentrándome en la “inmensidad” marciana. En la sala del piso superior se exhibía una réplica exacta de las pirámides marcianas con aspecto de pisapapeles y una increíble esfinge de genuino cartón-piedra marciano. Lo más interesante, la estrella de la colección, aguardaba más al fondo. Completando la terna de curiosidades marcianas surgió ante mis ojos un enorme y amenazador pedrusco meteorítico de dos metros de diámetro. Vaya pedazo de granito. Fue entonces, recuperado de mi obnubilación, cuando me fijé en un individuo que lo miraba lastimosamente con unas ojeras planetarias, de esas que te salen en nochevieja después de oír la trilogía de Wagner por recomendación expresa de tu cuñado engreído, ese que tiene una placa en su despacho que dice “William J.A.H., lo sé todo” y, sin embargo, no es capaz de recordar la capital de su Estado (según sus propias palabras: Nomelodigaslatengoenlapuntadelalengua). Queridos lectores, aquel pobre hombre derramó sobre mi hombro unos densos y sentidos lagrimones. Creo que ambos nos emocionamos y acabamos fundidos en un abrazo.
—¿Ve el pedrusco? Qué pena. Era un tipo granítico. Cayó en picado, ¿sabe?
—¿Amigo suyo?
—No lo creerá pero fuimos juntos a Yale.
Autor: Aarón Carlos Andrés García (Villafranca del Cid, España, 1972). Licenciado en Derecho. Ha desarrollado su principal actividad literaria en el género de la poesía valenciana (premio Xavier Casp 2017, premio Flor natural ciutat de Castelló 2020) y castellana (finalista del premio internacional Ángel Ganivet 2017 y 2019, tercer lugar del premio internacional Letras de Iberoamérica, 2018; finalista del premio internacional Jovellanos, 2022; segundo premio del certamen Grupo Literario NUMEN, 2022; mención de honor del certamen internacional “Camino de palabras”, 2023). Su otra faceta, menos conocida, es la de escritor humorístico, en la que muestra su predilección por el relato breve con influencias de los clásicos de la sátira española y estadounidense. Ha colaborado en las revistas Primera Página, Gibralfaro, Letralia, Mambrino, El coloquio de los perros y Ariadna RC.