Ilustración de Marcela Chávez
Si en Australia central un aborigen se posaba sobre una colina para saludar el amanecer con una vela encendida, era porque tenía la certeza de que, en consecuencia, el Sol ascendería en efecto. Y si bien su preocupación puede parecernos ingenua o absurda, nuestro no menos vehemente apego a costumbres similares nos obliga por lo menos a entenderlo. El mundo está fundado en causa y efecto.
Robert Fraser, Introducción de La rama dorada, de George Frazer
“Hoy decidí explorar mi cagadero interior a través de mis cagadas físicas”, escribe mi amiga Marce en una ilustración que tengo pegada muy cerca de mi baño y de mi cocina. La tengo justo arriba de mi cafetera y la observo cada vez que me acerco a preparar el café. Mientras la veo y comienzo a percibir el gruñido de la cafetera —que se asemeja al de mi interior— pienso que en pocos minutos se me activará el intestino y podré ir al baño (tomar café enciende mi sistema digestivo). El siguiente paso es esperar a que suceda o no, y si sucede ver qué tan complicado resulta y cómo se refleja ahí la forma en la que han transcurrido mis días.
El año pasado, en una visita a la ginecóloga, ella me preguntó si tenía alguna enfermedad. Yo respondí que tenía síndrome del intestino irritable, pues unos meses antes había ido al gastroenterólogo y me diagnosticó eso (aunque yo ya lo presentía). Ella me dijo: “Bueno, pero eso lo tenemos un poco todos, ¿no?”. Y es verdad. Vivimos en una época en la que los dolores de estómago ya no son tan ocasionales. El número de personas que conozco que tienen algún problema estomacal ha aumentado notoriamente, quizá más a partir de la pandemia. Casi siempre tienen que ver con estrés y ansiedad. Cada vez es más común tenerle miedo y respeto a la leche entera y al picante.
Y no sólo ocurre con el estómago, el cuerpo en general responde ante una problemática que compartimos, quizá, generacionalmente: la incertidumbre. La ansiedad, el estrés y las preocupaciones en general, que provienen del gran peso del no-saber, afectan a las personas de distintas maneras y en distintos niveles. Ya Michel Kokoreff utilizó el término “sociedades de la incertidumbre”, pues vivimos en un periodo en el que las certezas son pocas y las posibilidades de que todo cambie y tome rumbos inesperados nos acechan día con día. Y el cuerpo sufre las consecuencias.
Mi intestino casi siempre es un indicador de cómo están las cosas en mi vida. Es la pauta para reconocer que he seguido malos hábitos, que mi ansiedad ha estado más presente de lo normal, que no he dormido bien, que me he preocupado demasiado. Los dolores y las afecciones de mi intestino se han disparado en momentos de mucha incertidumbre. Recuerdo específicamente tres: el temblor del 2017 (y desde entonces los temblores en general), cuando esperaba el resultado de un examen y, de unas semanas para acá, cuando terminé la carrera.
Presenciar un temblor intenso y devastador ocasionó que me mantuviera en un estado de alerta constante por una posible réplica. Aquel 19 de septiembre me la pasé encerrada en el baño todo el día. Esperar a oscuras y sin comunicación que la tierra vuelva a sacudirse en cualquier momento es una de las peores incertidumbres que mi intestino ha experimentado. Cuando esperaba el resultado del examen también estuve entrando y saliendo del baño todo el día. Mi incertidumbre actual es una combinación de días buenos y malos —y días muy buenos y días muy malos—.
Una vez un profesor nos regaló a mis amigas y a mí unos chocolates. Nos dijo que era su semana mala y no podía comerlos. De inmediato supe a qué se refería y me identifiqué, incluso antes de que nos contara que también tenía un intestino irritable. Yo también estaba en mi semana mala, pero una aprende a vivir con eso y a elegir disfrutar del chocolate. De todos modos, pensé en ese momento, lo que es malo para alguien no es malo para todo el mundo; a mí me cae peor el gluten que los lácteos, y lo odio porque amo la pasta pero no me gusta la leche, aunque adoro el queso… Días buenos, días malos. Dijo que estaba preparando una clase especial que iba a dar y eso lo mantenía estresado, algo que a su intestino, evidentemente, no le gustaba. Por lo que decidió no comer los dulces que le obsequiaron.
El dolor de cabeza también es parte de mi incertidumbre actual. En mi último fin de semestre de la carrera ignoraba mis días malos —intestinalmente hablando— y tomaba mucho café. Tengo la teoría de que demasiada cafeína alteró terriblemente mi sistema nervioso. Comencé a dormir mal, aunque no tenía insomnio. Me despertaba con dolor de mandíbula por apretar los dientes y terminé con una horrible cefalea tensional. Pensaba en ese momento que se me había anticipado la crisis por terminar la carrera y por eso el estrés y la ansiedad se habían multiplicado como nunca. En pleno final de semestre y con dolores adelantados. La incertidumbre sigue y los dolores también.
Nunca he sido una persona que tome muchas medicinas —tal vez porque mi mamá siempre prefería los remedios naturales, que me curara solita o el notehagocaso—. Ahora que soy adulta y vivo sola, tengo mi propia caja de medicinas que he acumulado desde que mi cuerpo empezó a responder ante las ansiedades y preocupaciones. Paracetamol, ibuprofeno, naproxeno, tabcin, avapena y propóleo. Todo eso cura un dolor de cabeza, los cólicos menstruales, una garganta inflamada y una intoxicación por comer salchichas en mal estado. Las medicinas las tomo más bien por resignación o por falta de tiempo, o porque el dolor me estorba cuando se requiere que mi cuerpo sea productivo. Eso es lo peor. Una recurre a medicinas para aliviar rápidamente los dolores pero inevitablemente vuelven, porque la incertidumbre no se cura con nada, sólo se aprende a convivir con ella.
He logrado convivir y tener —a veces— una relación amigable con la incertidumbre a través de los rituales. Estas dos cosas son algo que ha acompañado a la humanidad desde hace siglos. La propia sociedad crea sus propios mecanismos ante la incertidumbre y sus dolores, que van desde el comerbien-hacerejercicio-dormirochohoras —y obviamente la atención médica—, pero también se encuentran en las formas en las que decidimos habitar nuestros espacios y nuestros días. Nadie tiene la certeza de que mañana se sentirá bien y tomará las mejores decisiones para su cuerpo, así como nadie tiene la certeza de que mañana el mundo estará igual que hoy. Se hace lo que se puede para estar bien.
Los rituales se pueden definir como técnicas simbólicas de instalación en un hogar. Transforman el “estar en el mundo” en un “estar en casa”. Hacen del mundo un lugar fiable. Son en el tiempo lo que una vivienda es en el espacio. Hacen habitable el tiempo.
Byung-Chul Han, La desaparición de los rituales
Los cambios generan incertidumbre, por eso en cada inicio de año hay un montón de rituales para comenzar bien un nuevo ciclo, desde la cuenta regresiva mientras te atragantas con las uvas, hasta poner las maletas fuera de casa. Hay rituales que nos ayudan a cerrar ciclos: quemar en el fuego una carta con todo lo que no pudimos decir a alguna persona o cortarse el pelo al terminar una relación. Cerrar un ciclo es enfrentarse a uno nuevo que no conocemos, eso genera incertidumbre y desconcierto. Los rituales se constituyen a partir de símbolos; son las certezas que tenemos, grandes o pequeñas, individuales o colectivas.
En los rituales se coloca el cuerpo, se busca una sensación de familiaridad y reconocimiento del espacio. Tal vez por eso para algunas personas —incluyéndome— resulta tan difícil ir al baño en un espacio fuera de casa. Ir al baño también puede ser un ritual. Mi papá, por ejemplo, necesita no sólo reconocer esa confianza que le genera estar en su propio baño, sino que requiere la preparación de un verdadero ritual: dispone de una taza de café, enciende un cigarro y pone el radio, así las horas transcurren.
Los rituales mañaneros son de mis favoritos. Despertar, dejar que el aire fresco entre para apaciguar los olores de un cuarto encerrado, recorrer las cortinas, poner el café, acariciar a los gatos, ir al baño. Mi ritual de preparar el café va más allá de la búsqueda de energía, para mí es simbólico observar la ilustración de Marce y acordarme de que con ella comparto conversaciones recurrentes sobre nuestros intestinos. Pensar ese tipo de cosas me relaja mientras espero que el café haga lo suyo y observo el inicio del día por la ventana. Por eso amo las mañanas lentas. En general no me cuesta despertar temprano, pero odio tener que despertar y correr hacia algún lugar. Los espacios para mis rituales mañaneros son sagrados. Aunque no siempre es posible dedicar el tiempo que se requiere, y eso mi intestino lo resiente.
Tengo el ritual de escribir cartas o escritos largos cada vez que hay un cambio importante en mi vida que genera incertidumbre. Cuando cumplí veinte años escribí una carta a mi yo de veinticinco. Cada inicio de año escribo sobre el año que pasó. Desde que era niña, cada cierto tiempo decido reacomodar los muebles de mi espacio para sentir frescura en el hogar y huir simbólicamente del estancamiento. Para escribir me gusta adentrarme en la actividad como si entrara a un lugar subterráneo en el que hay que ir bajando poco a poco por unas escaleras oscuras. Es la imagen que me permite concentrarme. Pongo música y una vela, y tengo que limpiar antes de escribir.
En la búsqueda de ayuda por mis dolores de cabeza, una psicóloga me dijo que antes de dormir hiciera un acto ritual que me permitiera conectar con el cuerpo y la mente para reconocer que estaba a punto de dormir y, de esta manera, encontrar paz y relajación. Mi ritual tiene que ver con los olores de aceites esenciales y las luces tenues; también con la forma en la que intento posicionar mis pensamientos, actividades relajantes y técnicas de respiración.
Lo que motiva todo ritual, mágico o religioso, es la lucha por la supervivencia física.
Robert Fraser, Introducción de La rama dorada, de George Frazer, FCE, p. XXV
Cuando iba en secundaria y preparatoria, cada inicio de ciclo escolar me despertaba muy temprano en domingo para que me diera sueño en la noche (me ponían muy nerviosa los primeros días), hacía actividades físicas que me cansaran y limpiaba a profundidad todo mi cuarto. Todo esto con la intención de quedar agotada y lograr dormir antes del primer día. El orden y pulcritud que buscaba era el símbolo de un nuevo comienzo. Desde entonces, conservo el ritual de las limpiezas profundas cada cierto tiempo.
Los rituales también apaciguan el dolor interior. En una novela que leo, una de las protagonistas sale a caminar todos los días y observa un edificio a manera de ritual. Ésa es la forma en la que lidia con el dolor de la pérdida de su hija, quien no muere, sino desaparece. El recorrido que realiza todos los días le permite encontrar paz en medio de la espera y la inquietud.
Hay dos cosas que probablemente muchas personas compartamos en esta época: la incertidumbre y los problemas gastrointestinales. La incertidumbre es la sustancia de este tiempo, los rituales brindan consuelo y ayudan a atenuar el dolor corporal e interior que ésta provoca. Así, he podido entender las formas en las que mi cuerpo funciona, encontrar paz en las cosas que hago y amortiguar los dolores, el miedo y la ansiedad. Las aflicciones gastrointestinales nos acompañan día con día; hay dolores más amigables que otros, dolores con los que se puede entablar una relación cordial y dolores que llegaron para quedarse, pero también hay dolores que se suavizan al mirar por la ventana, prender una vela o caminar con lentitud. Las actividades rituales y simbólicas se han vuelto esenciales para habitar el mundo de manera más agradable, para encontrar un verdadero estar en casa.