Tengo sobre mí el cuadro de La Gran Ola de Kanagawa (bueno, más bien un póster que compré en Amazon a los dieciséis y colgué encima de mi cama); a mi derecha, una versión arrugada de La Primavera de Botticelli; a mi izquierda, el manifiesto de Guerrilla Girls, Las Ventajas de ser una Mujer Artista, cayéndose por cómo se ha debilitado la cinta adhesiva. Mi cuarto está decorado con obras de arte que conocí por primera vez en Pinterest y después me adueñé por medio de repeticiones impresas vendidas en Etsy. Ahora que las veo, me parecen cursis. Haberlas visto una y otra vez durante ocho años las ha reducido a nada más que objetos que decoran mi pared. ¿En qué momento El Beso de Gustav Klimt se reduce a una buena imagen para imprimir en una postal? ¿La noche estrellada de Van Gogh en un fondo de pantalla para el celular? ¿En qué momento la cotidianidad se apropia del arte y lo convierte en objeto?
El mejor ejemplo de esto debe ser la Mona Lisa. Se han formado más personas para verla que a One Direction antes de que Zayn se fuera de la banda. Aunque en su momento fue la obra más importante y renombrada del siglo XVI, ahora es una manera fácil para los comerciantes alrededor del Louvre de vender llaveros y gorras. Frida Kahlo pasó de ser una comunista revolucionaria en contra de todo aquel sistema que quisiera definirla, a una marca con un margen de ganancia extraordinario, vendible a cualquier turista que visita México. El arte, cuando se reproduce y se ve una y otra vez, pasa a tener el mismo efecto que la serie Friends, una vieja reliquia tan choteada que nos da flojera pensar en ella.
Al mismo tiempo, cabe preguntarse, ¿qué tiene de malo que el arte sea consumible por todo el mundo? Decir que algo pierde su valor cuando se vuelve famoso equivale a decir que las cosas únicamente son estimables cuando son accesibles a un grupo pequeño y seleccionado de personas: expertos que conocen no sólo el nombre de la obra y el artista que la produjo, sino también la vanguardia a la que pertenece, su material y el suceso histórico que provocó. Así se entra en el esnobismo que ha embrujado a las artes plásticas: sólo quien puede pagar puede consumir.
Cuando estudié Psicología, una de mis clases fue Reflexión y Ética. En la primera sesión, el maestro preguntó lo siguiente: “¿Cuál es la diferencia entre ustedes y un taxista?” Muchísimas personas encuentran su alivio emocional al hablar en los taxis acerca de su vida. Ahí resuelven sus incertidumbres, se les aconseja y reflexionan. Ésa es su terapia.
Nuestro salón cayó en un enojo colectivo: “¡Nosotras estudiamos una carrera!” “¡Nosotras nos basamos en teoría!” Y aun así, creo que nuestro enojo nacía de saber que el maestro tenía razón. Si la persona encontraba alivio al hablar del trayecto del trabajo a su casa, si se sentía acompañada, escuchada y aliviada, no había ninguna diferencia entre su trabajo y el nuestro. Entonces, ¿en qué podíamos basar nuestra superioridad moral? ¿En dónde podíamos colgar el logro de obtener un título, sabiendo que probablemente un taxista hacía mejor que nosotras nuestro trabajo?
Nos tocaba colgarlo en el mismo lugar donde colgamos las toallas después de bañarnos. Es decir, en un lugar completamente insignificante que sólo para nosotras tiene valor. Nos tocaba enfrentarnos con la realidad de que nuestro conocimiento académico jamás iba a reemplazar la empatía provocada por años de experiencia de vida. Nada nos enseña más que absorber sentidos, experiencias y conversaciones, conocer otras formas de pensar y otros mundos.
Para mí, el primer paso hacia aprender a apreciar las artes visuales empieza con apreciar la belleza de nuestra cotidianidad. Comienza con sentarnos en un techo a ver la majestuosidad de un atardecer, incorporando también la nata que se forma por la contaminación. De nada sirve leer libros de historia del arte con términos pomposos que utilizan los críticos, si no podemos utilizar el lenguaje que nos rodea para hablar de la estética que forma parte de los momentos más simples. Aprender a reconocernos como expertos de nuestra propia percepción; solamente así podremos formar opiniones críticas acerca del arte.
El contexto histórico de una obra, así como el método que se utilizó para llevarla a cabo, nos aporta información valiosa acerca de por qué existe y lo que significó. Sin embargo, la experiencia subjetiva de los sentimientos que vivimos al verla es lo que hace del arte algo que todas las personas podemos disfrutar. Los escalofríos que recorren nuestra espalda, el llanto que se acumula en nuestros ojos o la risa que nos sale involuntariamente es una experiencia de la que no se necesita “saber de arte” para vivirla. El verdadero conector entre espectador y artista son los sentimientos.
El primer paso hacia apreciar un museo es apreciar el café que tomamos en la mañana. Desde cómo cae el grano molido en la máquina hasta el tintineo de la cuchara en la taza; disfrutar la sensación amarga en boca, el sonido del hervor, cómo cambia el color al agregar la leche. Aprender a apreciar los detalles sensoriales de nuestra vida es el acceso a absorber las sensaciones que nos brinda una obra de arte.
Esta columna es una invitación a ver arte. Es una demostración de cómo el arte visual puede ser un acto cotidiano, que nos rodea y nos absorbe, sin siquiera darnos cuenta. Será prueba de cómo esta influye en nuestra vida, sea cual sea la misma: el arte como una experiencia que nos toca a todos. Porque no se necesita ser experto, se necesita ser humano.