Cicatriz – Ensayo de Diana Thalia Jiménez Martínez

Tengo una cicatriz gigante en la frente. 

En diciembre asistí a una posada en el sur de la ciudad para celebrar con mis compañeros músicos un año más de trabajo y organización. Fue un desastre: terminé en urgencias con diez puntadas en la frente, un dolor que me producía miedo y un intento de denuncia infructuoso.

Dicen muy acertadamente que los presagios se convierten en tales una vez que sucede la tragedia. Ocho horas antes de que el vecino de la calle Fútbol 121 me atacara con una tabla del tamaño de una pantalla plana, fui a la proyección de una película con mis compañeros de la Facultad. Vimos Yo no soy guapo y nuestra inercia latinoamericanista nos hizo terminar en un sonidero. Bailamos un par de horas hasta que recordé que tenía una fiesta junto a mi comparsa musical, programada con muchas semanas de anticipación. 

Me despedí de mis latinoamericanistas favoritos con tristeza e intenté tomar un Uber hacia la dirección de la reunión, pero mi celular se había quedado sin datos móviles. Probé con los taxis de la calle durante varios minutos, sin embargo, ninguno se detenía. Siempre he sido una persona obstinada cuando de fiestas se trata, así que decidí buscar un punto de wifi gratuito y pedir mi transporte desde allí. Lo logré. “Quizá no debí poner tanto empeño en llegar”, me dije a mí misma con amargura todos los días durante muchas, muchas noches. 

Arribé a la casa de Nicté con un retraso horroroso, pero a tiempo para partir las piñatas. Joel y Oceana tocaban el saxofón y la guitarra respectivamente para acompañar el dale dale dale. Tomé una chela de la cocina, dejé mi chamarra en una de las sillas del comedor y salí al patio para mirar el espectáculo de risas y dulces. 

Una piñata, dos piñatas, tres piñatas. De pronto la silueta de un hombre se asomó por encima de la barda del patio. Nos gritó que nos calláramos, nos mentó la madre y lanzó una tabla gigante al vacío. Un estruendo en medio del patio. El golpe no me dolió o no recuerdo el dolor. Recuerdo la sangre en mi rostro, en los lentes y en la ropa, las manos de Ángeles intentando limpiar la herida, la voz de Martha ayudándome a respirar, el ruido de la ambulancia y de la patrulla en la calle. Recuerdo que recité mi CURP de memoria y respondí quién era el actual presidente. Recuerdo vívidamente la rabia, mi voz cayendo como granizo al vacío sin poder articular palabras que me hicieran sentir segura, que me hicieran volver a mí. 

La mitad de la piel que cubre mi cráneo se adormeció un par de semanas, los médicos me dijeron que era normal por el tamaño de la lesión, eso lo entendí medianamente —en el fondo, el miedo de sufrir un derrame cerebral no me dejó dormir bien durante una semana—. Lo que no entendí fue por qué también se adormecieron una serie de cosas en mi vida. Dejé de tocar el saxofón, no visité a mis padres en dos meses, dejé de ir a clases, no salí de mi casa. El mundo se redujo al pequeño barco cuadrado con sábanas azules desde el que leía a Ursula K. Le Guin y lloraba con salsas de la Orquesta Adolescentes. Permanecí muchos días así.

La cicatriz comenzó con la costra. Una pequeña isla oscura y abultada en medio de mi piel morena. No auguraba nada bueno. Me aterré. Ese cuerpo muerto permaneció en mi rostro durante tres semanas. Me avergonzaba de ella y al mismo tiempo me daba rabia. La costra era el recordatorio del periplo legal que no me ayudó en nada, de la perito diciendo que mi denuncia no procedía si no tenía el nombre de mi agresor. “¿No es ese el trabajo de ustedes? Cómo voy a saber su nombre si ni siquiera recuerdo con certeza su rostro, si era la primera vez que lo veía en mi vida”. Lloraba todos los días mientras mis amigos me consolaban con planes para tener una venganza decente. Tres semanas más tarde, las células muertas se desprendieron en bloque y pude ver cómo sería mi nuevo rostro. Los artilugios de las leyes civiles también fueron efectivos y, de manera precisa, sirvieron una vez más para impedir que alguien como yo tenga acceso a un proceso de reparación de los daños con dignidad y sin tener que pagar miles de pesos en abogados y mordidas.

Lloré aún más cuando se cayó la costra. Se me había impuesto un nuevo rostro y lo portaba como una máscara. Cada vez que me miraba al espejo intentaba reconstruir el otro rostro, el del hombre blanco, con cabello castaño rizado y un par de arrugas entre la delgada piel. A veces no sabía si la imagen que tenía de él en mi cabeza era real, o era yo la que creó un monstruo de ese vacío de la memoria visual. Me aterraba pensar hasta dónde podría llegar aquel hombre y me paralizaba pensar que él podía, en realidad, ser cualquier otro hombre andando por las calles.  

Los primeros días intenté cubrir con maquillaje la nueva marca en mi rostro. Ninguno de los intentos fue exitoso, quizá por mi falta de maestría y compromiso en el arte cosmético o tal vez porque era el momento cúspide de la vida de esa nueva unión en mi piel. Renuncié a la empresa del disfraz y comencé con el ocultamiento: las gorras y los sombreros se convirtieron en un accesorio básico. No quería que nadie mirara la pequeña carretera que surcaba mi ceja y le brindaba un aspecto chueco al conjunto de mis ojos. Sostuve la situación con esmero durante varias semanas, hasta que me rendí. Odiaba quitarme la gorra en el metro por el calor y que las miradas ajenas se posaran sobre mi rostro. Odiaba que la gente en los espacios públicos volteara insistentemente hacia mí lado. La mejor cicatriz es la que se vuelve casi invisible, la que se borra, pues mostrar las cicatrices, exponerlas al mundo, a veces puede significar revivir las heridas una y otra vez mediante el escrutinio de las miradas ajenas. 

Hace cinco meses me hice un fleco como parte de mi plan de ocultamiento. Lo odié, pero odiaba más esa línea imperfecta y blancuzca que atraviesa la mitad de mi frente y mi ceja derecha. Lo conservé. Comencé a peinarlo y orientarlo de acuerdo con mi humor matutino diario. A los pocos días el fleco dejó de darme recelo y comenzó a agradarme. Parecía que todo iba a mejorar con esos mechones de cabello en mi rostro. 

El problema fue que este nuevo corte no podía quitarme el miedo de salir un largo rato de casa, de tocar el saxofón, de hacer ruido o de andar en bici. Me di cuenta de que la cicatriz seguía ahí, invisible, operando todos los días a través de mi silencio. Entonces comencé a exponerla, primero se la mostré a mis amigos cercanos y dejé que la observaran. Luego les contaba lo mucho que odiaba tenerla. “Puedes inventar una historia distinta siempre que alguien te pregunte por ella”, me dijo Adrián. Pronto pasó a ser un tema frecuente en mis conversaciones con la gente menos cercana. En algún punto de la historia me levantaba el cabello de la frente y decía: “mira, así quedó, ¡lástima que no se parece a la de Harry Potter!” 

Sara Ahmed dice que las cicatrices son la huella de heridas que persisten, que nos recuerdan el contacto injusto entre nuestro cuerpo y los otros cuerpos. Mostrar la cicatriz —yo misma—, aunque de manera breve a mis interlocutores, me brindaba una sensación de alivio, libraba a mi rostro de la clandestinidad, me alejaba cada vez más de esa vergüenza inexplicable que cargaba en la piel y además me permitía elegir las miradas sobre mí.

Las últimas semanas mi cabello creció tanto que el fleco me estorba y lo hago a un lado todo el tiempo. Ahora no me importa si la gente ve mi cicatriz o si me pregunta por ella, me gusta contar esta historia, me gusta que mis ojos se tornen pequeños estanques en los que las personas miran lo mucho que aún me duele. Me gusta escuchar sus palabras al compartir la rabia y notar que soñamos con mundos en los que no impere la violencia patriarcal. 

Me gustaría que el hombre que me atacó leyera esto y supiera que me rompió la vida durante un par de meses. Aun con todo ello, ahora la cicatriz es el recordatorio de cómo simbólicamente salvaron mi vida todas las personas que me acompañaron con sus abrazos y con sus palabras: Ángeles, Jacobo, Chema, Jorge, Joel, Luca, Crista, Iván, Ana, Adrián, Nicté, Luci, Vanessa y Emiliano. Gracias. También es el recordatorio de que la lucha por la vida siempre continua y que juntxs nos quitamos el miedo. 


Autora: Diana Thalia Jiménez Martínez (Ixtlahuaca, Estado de México, 1994). Egresada de la licenciatura en Estudios Latinoamericanos en la Universidad Nacional Autónoma de México y de la Escuela de Iniciación Artística del Instituto Nacional de Bellas Artes. Ha escrito textos fantásticos y de ciencia ficción publicados en revistas mexicanas como Espejo Humeante, Revista Tlacuache y Ágora-Colmex. Además ha participado en encuentros de escritores y coloquios de ciencia ficción en universidades como la Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Iztapalapa, la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y las Jornadas Andinas de Literatura Latinoamericana (JALLA).