“La Civil” o viva la muerte (la película favorita de Calderón y García Luna) – Reseña de Demetrio Gutiérrez

Reseña con spoilers

Tuve que verla de nuevo. Tuve que hacerlo a pesar de mi rabia y mis principios. Tenía que corroborar lo que había visto o descartarlo (tenía esperanza), quizá estuve de mal humor ese día. «Tal vez entré a otra función», pensaba. Pero no fue así. La Civil (Teodora Mihai, México, 2021) es lo que es, lamentablemente.

Estrenada en julio del año pasado como parte de la sección «Un certain regard» del festival de Cannes, fue bienvenida por un público europeo que, según recogen algunas crónicas, la recibió entre vítores y aplausos. Inspirada en la historia real de la activista Miriam Rodríguez (volveré sobre esto hacia el final), cuenta la historia de una madre, Cielo (Arcelia Ramírez: La mujer de Benjamín, 1991; Perfume de violetas, 2001; La calle de la amargura, 2015, entre otras), cuya hija es secuestrada y lo que enfrenta en su búsqueda. Sin embargo, no está sola, se encuentra bajo la protección de un grupo de militares a los que sirve para desenmarañar la trama de complicidades y violencia que azota a su ciudad; eso sí, recurriendo a los mismos métodos de los criminales —amenazas, tortura y asesinato—.

Aunque ya se avizoran los problemas, empecemos como debe ser: por el inicio.  

Al principio agradecí el abandono de cierto estilo sobrio y academicista que cunde entre las películas de festival, particularmente popular entre las que tocan temas de violencia. Frente a series infinitas de planos generales, La Civil presenta una cámara dinámica que transita con oficio, a través de una serie encadenada de planos secuencia, del plano detalle a planos medios. De tal manera descubrimos el interior del hogar de Cielo y su hija. Platican, se despiden y ésta sale a encontrarse con su novio. No la veremos más. Allí es donde comienza la pesadilla: la de Cielo y la nuestra.

Cielo se embarca en una travesía dedicada a la búsqueda de su hija, a la cual pronto se une de mala gana su marido (Álvaro Guerrero: De noche vienes, Esmeralda, 1997; El día de la unión, 2018; entre otras), de quien viven separadas. El vehículo principal de la película se cruzará con su vida marital en un desafortunado intento por darle «profundidad psicológica» a la madre en pena, quien volverá con su exesposo hacia el final del filme. Más trascendente que él resulta cualquier otro personaje, por más incidental que parezca: la vecina de enfrente quien decide no ayudarla, la dependiente de la tienda de abarrotes cuyo hijo también fue secuestrado, el funcionario del ministerio público que se niega a atenderla e incluso la encargada de la morgue local a la que llegan tanto investigadores como narcos para atender el asunto de los muertos.

Aquí el primer problema grave. Cielo llega a la morgue tras escuchar en las noticias que dos cuerpos de mujeres jóvenes fueron depositados, sin cabeza, en las calles de la ciudad. Temiendo encontrar allí a su hija, Cielo acude y convence a la encargada de mostrárselos. La dirección es técnicamente fenomenal, digna del mejor thriller gringo: una niña golpea rítmicamente su tamborcito fuera de cuadro; con aquel incesante tamborileo inicia un plano secuencia a lo largo de los sinuosos pasillos apenas iluminados de aquel recinto terrible. Finalmente, en un cuarto insalubre, llega el golpe de efecto: decenas de cuerpos enteros y en piezas buscan arrancarnos un quejido. De un lado brazos, sobre la mesa tres o cuatro torsos, al otro lado una caja con un trapo encima cubriendo un par de bultos. Corte. El rostro de Cielo, la sábana corriéndose, ahí descubriremos la verdad. Su expresión es de alivio. Queda claro que ninguno de los cuerpos en la sala, ni las cabezas decapitadas, pertenecen a su hija. Corte. Aparecen en primer plano las dos cabezas cercenadas y medio putrefactas.

En el cine gringo los muertos no son gran cosa, de tal suerte que ni siquiera se mencionan. ¿Qué saldo traerán los Avengers? Sufren mucho los soldados mientras asesinan civiles en Irak, si no me creen que nos lo cuente Clint Eastwood con su infame American Sniper de 2014.

El caso es que La Civil demuestra aquí su auténtica naturaleza. Si durante el primer tercio se presenta como la búsqueda de una madre por su hija, representando ellas a las víctimas de la violencia de la guerra, el descubrimiento de los cuerpos ultrajados, de las mujeres decapitadas, no hace sino entrar en franca contradicción con sus principios. Los muertos que vemos son víctimas también; mujeres y hombres torturados y asesinados por quienes secuestraron a la hija de Cielo. ¿Cómo se justifica presentarse por un lado como una película sobre las víctimas y luego mostrarlas en su más deshumanizada representación? No se puede sino enarbolando una serie oculta de valores, de los cuales los aplausos en Cannes pueden dar fe por más baratos que resulten.

Bien cabe ahora una aclaración conceptual: ¿Qué distingue la representación del asesinato en La Civil de otras imágenes que, aunque igualmente crueles, no son perversas? Quizá una clave se encuentre en el texto «Violence without restraint: Reflections on the dehumanization of victims and victimizers» de H.C. Kelman de 1976, uno de los textos fundamentales sobre la representación de la violencia y el papel que desempeña la deshumanización en la legitimación del asesinato. En dicho artículo, Kelman define la deshumanización como la privación de la identidad colectiva e individual; la incapacidad para percibir al sujeto como un individuo independiente y distinguible de los demás, con agencia y con derecho a vivir su propia vida.

En ese sentido, el horror tradicional, incluso dentro del slash tradicional, otorga un momento para el reconocimiento de sus personajes; nos los presenta en tanto que individuos y en ocasiones —cuando está bien escrito— hasta lamentamos sus muertes. También es verdad que cierto horror gráfico carece de este componente, pero suele perdonarse en tanto que su ausencia no suele enmarcarse en un contexto de representación de violencia real. Por lo anterior existe la responsabilidad implícita del cine «social» para representar a las víctimas humanamente; reconociéndolas como individuos. La Civil falla en esta tarea, mostrando a las mujeres asesinadas —que además representan a cientos de miles de víctimas reales— como instrumentos para el horror. En dicha representación no hay agencia ni identidad: es la instrumentalización del asesinato disfrazado de «crítica».

Continuemos con la trama. Desesperada por la inacción de las autoridades civiles, Cielo baja de su coche en medio del tránsito para rogar a los militares por su ayuda. Por la noche, tras ser víctima de un atentado, los mismos soldados se presentan en su casa y le ofrecen un trato: a cambio de información sobre los movimientos criminales en la ciudad, ellos se comprometen a resolver el caso de su hija. La premisa en sí misma es inverosímil; un deux ex machina («el dios [que baja] de la máquina») de manual. Sin embargo, esconde tras de sí una idea aún más perniciosa: olvídense de la justicia institucional, la única solución es el ejército. Esa misma noche los militares suben (eufemismo para «secuestran») a dos mujeres dedicadas al cobro de piso y que presumiblemente (basados sólo en los dichos de Cielo, quien los acompaña en la camioneta) son parte importante del cártel que ha secuestrado a su hija. Las trasladan a lo que parece un almacén y allí son brutalmente torturadas por los militares ante los ojos de la misma Cielo, que observa no sin algo de distancia. Terminan por soltar información sobre el paradero de sus víctimas, entre las que podría encontrarse la hija de Cielo.

En principio podría suponerse que mostrar la brutalidad equivale a condenarla; al final, se dirá, somos capaces de reconocer que torturar personas detenidas ilegalmente está mal. Entonces, aquella escena de brutalidad militar sería crítica de sí misma. Sin embargo, la información que las sicarias sueltan mediante la tortura es esencial para el avance en «las investigaciones», de tal suerte que ésta se presenta como la única manera de acceder a la «justicia». No es un caso aislado, durante toda la película la tortura y el asesinato (como se verá) son medios indispensables para el desarrollo de la trama, que es lo mismo a decir que son indispensables para la búsqueda de la hija de Cielo y, representadas a través de ellas, para las víctimas de la violencia en México. Esto no sucede en el vacío, más allá del cine, existe un país que ha sufrido abusos de poder por parte del ejército durante décadas. En La Civil, el Estado se manifiesta a través del ejército en apoyo de Cielo, mientras que ella representa a las víctimas indirectas de la violencia. Si la justicia que busca Cielo se consigue a través de la tortura que ejercen los militares, entonces existe un fenómeno de legitimación: es un medio moralmente aceptable y hasta necesario. Esta idea no se contrasta en ningún momento durante la película; los militares son seres tan impolutos como sus acciones, contra las que nadie levanta la voz ni se insta al espectador a que lo haga. Éste es un fenómeno que no sucede en la generalidad de las demás producciones nacionales que retoman el tema del narcotráfico, como bien señala Silvia Alarcón Sánchez en torno a la narcocultura, en «Deshumanización en la literatura con tema de narcotráfico» (2018).

Policías ineficientes, asesinos, gobernadores y políticos corruptos circulan impunemente por las páginas. El gobierno que debe proteger es el encubridor y coadyuvante de las prácticas de los narcotraficantes; se presenta una falta de gobernabilidad sostenida por una falta de reglas o normas desiguales para todos los individuos.

De tal suerte, sorprende en sobremanera la decisión de la directora de hacer de los héroes de su película torturadores homicidas sin que exista un contrapunto argumental que nos lleve a criticarlo. Resuelven el caso, la protagonista les agradece, son héroes. Finalmente, legitimar estas prácticas de militares en pos de la seguridad y la justicia es dar razón a la Guerra Sucia y Acteal hasta Tlatlaya y los 43 de Ayotzinapa. De fondo vítores en las playas de la Côte d’Azur.

Como si lo anterior no fuera suficiente, viene la escena más elogiada. Con la información que obtuvieron a través de la tortura, montan esa misma noche un operativo sobre una casa de seguridad del cartel. Durante aquella escena, construida como un único plano secuencia y dotada de cierta estética «documental», merced del uso de cámaras digitales, los militares desatan una balacera que no fructifica en el hallazgo de la hija de Cielo, por lo que son ejecutadas (sobra decir que en la absoluta arbitrariedad, de nuevo justificándola) las dos mujeres que habían levantado. El morbo de presenciar un operativo y la (poca) estatura moral de representar uno desde el realismo recuerdan sin duda al lamentable caso Cassez, cuando Loret de Mola presentó por cierto en un montaje la detención de la francesa acusada de secuestro. Aquel escándalo devino en una crisis diplomática y, más importante, en el reconocimiento implícito del carácter espectacular que medios y gobierno dieron a al combate contra la delincuencia en tiempos de Felipe Calderón. Volver una vez más a representar el secuestro y el asesinato como una exhibición necesaria de fuerza militar es exculpar sus excesos.

Buscando más pistas, dan con la complicidad entre un vecino de Cielo, Don Quique (Eligio Meléndez: Perfume de Violetas, 2001; Sueño en otro idioma, 2017; Nuevo orden, 2020; entre otros), y los secuestradores. Repitiendo el operativo anterior, irrumpen en su casa y proceden a torturarlo. Sin embargo, ahora habría que esperar la reacción de Cielo ante la agresión militar, que ya presenció hace apenas un par de escenas. ¿Pedirá clemencia a los soldados para su amigo? ¿Los detendrá ella misma? ¿O acaso se separará definitivamente de ellos al comprender que lo que hacen en poco se diferencia de las peores prácticas criminales? Nada de eso. Cielo misma, azotada por un ataque de rabia, golpeará a Don Quique, lo torturará hasta obtener la información que busca y luego hará mutis ante su ejecución. No hay palabras.

De nuevo, esfuerzo inútil. Ante la sospecha del asesinato de su hija, Cielo emprende la búsqueda de su cuerpo, el tristísimo camino que cientos de madres han recorrido en México. Sin embargo, a diferencia de ellas, el mismo día en que Cielo inicia su búsqueda encuentra la fosa en que se encuentra. Los peritos llegan por la tarde y sin ningún contratiempo en cosa de dos meses tienen los resultados. Qué contraste este veloz actuar de las autoridades con la infinita empresa que las madres buscadoras realizan arriesgando su vida y en ocasiones encontrando la muerte. Una vez más, La Civil se afana en lavarle sus caritas a las fuerzas del orden y sus instituciones a través del espectáculo; propaganda sin matices.

Finalmente, quizá como ofensa mayor por ser particular, la película cierra con el rostro iluminado de la resignada Cielo al mirar fuera de cuadro una figura que se aproxima. Abierto, pero de signo claro. Esperanzador, pero también traidor a la historia de donde nace.

Miriam Rodríguez, en cuya historia se inspiró la película, murió el 10 de mayo del año 2017 en Tamaulipas, tras habérsele negado la protección que enardecidamente solicitó a la Procuraduría y las Secretarías de Seguridad Pública y de Gobernación estatales. Que su asesinato haya inspirado una película donde las instituciones actúan sin falla, donde los soldados se erigen como héroes, donde ella misma se convierte en cómplice de asesinato y donde finalmente encuentra a su hija cuando en la vida real no fue así es, a vista de todos, de manera clara y transparente, la mayor falta de respeto a su memoria y la de quienes hemos sido víctimas en el México de la guerra contra el narcotráfico. La Civil es el producto cultural más putrefacto de tal enfrentamiento, que tiene más cara de guerra civil; representa los valores que iniciaron esta desgracia y plantea el mundo que Calderón y García Luna soñaban: uno donde la distinción entre justicia y asesinato, entre duelo y venganza, entre militares y madres no existe más.


Autor: Demetrio Gutiérrez (Ciudad de México, 1999). Estudiante universitario. Ha colaborado con suplementos literarios para el diario La Crónica de Hoy, como editor y corrector de estilo para trabajos finales de grado y en la redacción artículos académicos en torno a las ciudades contemporáneas. Apasionado de la Generación del 27 y de la Nueva Ola Japonesa.