Es raro el hogar que no maneja o deshace la chismografía
Max Jiménez
Estaba fumando y bebiendo mucha agua, viendo por la ventana, cuando empezaron a sonar los carros, derrapando en la calle de tierra, y los balazos. Me alejé de la ventana, le di a lo que quiera que fuera eso el beneficio de la duda, y pensé que podían ser bombetas, que mi mente perversa quería que fueran tiros para tener, por fin, algo interesante qué contar.
Mi barrio no era así cuando todo esto era charral. Poco a poco todo cambia, en especial desde que abrieron el super, y no por el Chino, sino por la barra de lajas que se achantan afuera y que al Chino tampoco le caen muy bien porque espantan la clientela. Lo que creí que eran bombetas fueron desmentidos por los casquillos que Inés encontró en la acera cuando salió a comprar algo.
Y desde ese día comencé a odiar a mis vecinos, pero a odiarlos con una fuerza que tal vez siempre me estuve guardando. Cuando oí los plomazos, instintivamente, no pensé en tirarme al suelo, porque aquí más bien se acostumbra a enseñarnos a repetir que vivimos en un país de paz.
Inés, por estar con la cara metida en la maldita pantalla del celular, con los audífonos que odio y que a la de menos se los robó para venderlos, no escuchó los balazos y siguió en su mierda como si nada. Entonces yo fingí una sorpresa no sentida, y le pregunté:
—¿Escuchaste?
—Sí —me respondió.
—¿Qué creíste que eran?
—¿Que eran qué?
—Nada —le respondí, cerré de un portazo mis palabras, y ella se volvió a poner los malparidos audífonos de los que se vale para ignorarme por horas.
Volví a la ventana, prendí otro cigarro. Si a Inés le incomoda el olor y le enoja que tire las cenizas y las chingas al suelo, pues a mí me emputa que ella me ignore cuando le hablo. Estamos a mano. Fumo, pero no soy adicto al cigarro, pues sólo fumo cuando tengo ansiedad, cuando seriamente me veo al borde del mental break down, y sobre todo cuando estoy ante la incertidumbre de que pase algo y no pasa nada. Es fumar, para mí, como comerse las uñas.
Le dije a Inés:
—Anda a preguntar qué es lo que pasa —y se asomó a la calle, la muy bruta, a platicarle a los vecinos, entonces yo la jalé de un tirón para adentro de la casa y le dije que no fuera tan idiota.
Pero pude ver por la ventana que los vecinos estaban ahí, bien campantes, como si nada. Mis vecinos son estúpidos y salen a la acera, se paran a ver con sus caras idiotizadas por el espectáculo de la muerte, buscando el chorro de sangre con sus ojos inquietos, o los sesos regados en el piso, poniendo cada quien su propio pecho a lo que pudiera suceder en cualquier momento que se volviera a armar el zafarrancho. Poniéndole el pecho a las balas por pura curiosidad, como quien lo haga por necesidad, pero el que lo hace por curiosidad sí se merece que lo maten como al gato, porque aquí no hay ni mierda qué ver. Necesito saber si hay muerto y quién es.
Atando cabos, recordaba que la noche anterior Perico había ido al super del Chino y estuvo un gran rato rogándole que le vendiera un cigarro suelto. Pero el Chino ya había cerrado el super y apagó todas las luces dentro de su casa, y Perico se quedó maldito, gritando, y se largó para su casa adolorido cuando se cansó de darle pichazos y patadas al portón del Chino.
Tenía unas putas ganas de que volvieran a sonar los plomazos para oírlos mejor, para ponerles toda mi atención y confirmar que sí eran tiros y no bombetas, para poderme tirar al suelo en el drama de esquivar una bala perdida, para poder agarrar a Inés del brazo y meterla al closet a que se escondiera. Pero el carro que pegó los tiros, si de verdad los pegó, ya debe de andar lejos. Quién sabe si en las cámaras de seguridad del Chino habrá quedado grabado el número de placa, si es inteligente no anda en placa o es falsa. Si es que es inteligente.
Inés salió al super del Chino, no me quiso traer los malditos cigarros. Lo que sí trajo, en cambio, fueron chismes. Alguien llegó con el cuento de que al chavalo lo llegaron a buscar al chante, ahí le dieron las ráfagas de cuete y las güilas salieron corriendo del chante, e iban para arriba llorando, diciendo que las iban a matar. Otra vecina sapa contó que el chavalo se arrastró herido hasta la carnicería de la esquina, pidiendo ayuda, gritando con sus últimos alientos, patadas de ahogado, llamaran una ambulancia mientras chorreaba sangre por la acera hasta llegar a la carnicería y ahí murió. Miré a Inés incrédulo y prendí uno de mis últimos cigarros, gastándolos al propio, pensando en obligarla a ir a traerme otra cajetilla de diez.
No sabía qué de todo creerme, prefería ignorarlo todo, creer sólo en lo que nadie decía. Debo cuidarme mucho de mis vecinos, en la de menos me mandan un sicario a mí también.
Inés se volvió a poner los malditos audífonos, siempre lo hace para ignorarme, la maldita. Y me extrañó muchísimo que llegara una patrulla, porque en esta calle que escala la montaña, siempre pasa de todo y nunca vienen. La yuta no se asoma cuando hay asaltos, ni cuando se nos meten a robar a las casas ni cuando los vecinos sátiros manosean a las carajillas, ni nada de eso. Esta vez cayó la yuta decidida hacia donde Perico, el mae que tuvieron que haberse echado si todo salió como calculó que debió haber salido. La bruta de Inés no se daba cuenta de nada porque estaba en su mundo borroso de la pantalla del celular reventada por las veces que borracha lo dejó caer al suelo, hipnotizada por la música de TikTok.
Me serví otro trago, de agua solamente. Vi por la ventana que los pacos pusieron una cinta amarilla de no pasar y entraron al super a preguntar unas cosas y a comprar otras. Pensaba en que el Chino nunca prestaría los videos de sus cámaras de seguridad, no lo ha hecho cuando asaltan en la madrugada ni lo hará ahora. En eso, un paco se acercó a mi casa y tocó el timbre.
Yo me quedé callado, esperaba oírlo largarse, y destrozaba ansiosamente la caja de cigarros, maldije la hora en que decidí no decirle nada a Inés, pero es que siendo la que siempre me ignora, de qué me sirve que sea mi cómplice. Y volvieron a tocar el timbre, yo me quedé quieto, se oían los hijueputas vecinos hable y hable con los pacos, pero Inés seguía como siempre, con la cara hundida en la pantalla y la espalda encorvada, desconectada por los audífonos.
El paco se dio vuelta. Canté victoria, pensé que ya se iban y encendí el ultimo cigarro. Y cuando estaban a punto de montarse a su patrulla, uno de los pacos dijo:
—Me huele a tabaco, sí hay alguien en esa casa —y volvieron a tocar el timbre.
A Perico lo mataron como matan a los que son arrechos, una sola ráfaga y escapismo; pero más arrecho el que lo mandó a matar porque se cantó solo.
Autor: Diego Meza Marrero (Cartago, Costa Rica, 1996). Estudia el bachillerato en Historia en la Universidad de Costa Rica y ha participado de diversos espacios en el movimiento estudiantil de dicha universidad, donde también fue parte de Otro Taller Literario. Ha publicado cuento y relato en las revistas Caratula de Nicaragua, Oropel de Chile y la binacional Casapaís de Uruguay y Venezuela. Además, recibió la primera mención especial del festival Centroamérica Cuenta en 2020. Actualmente trabaja en Amazon. Sus principales intereses son la literatura negra, policial y de terror, pero sobre todo aquella que trata temas de la realidad social, como la narconovela.