Alberto Trujillo: hablar de lo importante es nombrar lo cotidiano

La siguiente crónica, derivada de mi encuentro con Alberto Trujillo en mayo de 2017, regresa como una segunda edición tras haber sido publicada en Operación Marte en ese mismo año. Todo mi agradecimiento y admiración a mi querido Alberto Trujillo, por aceptar esta nueva mirada a aquel intercambio tan generoso de hace ya cinco años.

I

A se sienta a la mesa. Con la mirada recorre la serpiente de luz que va desde la puerta hasta el filo de la cama que se asoma desde la otra y única habitación. Ésta es mi casa bodega. Dice. Alberto no necesita mucho espacio; lo que sabe de esta vida lo aprendió de la puerta para afuera. Allí donde vive hay pocas cosas: silencio, una pequeña cocina, un sillón, una mesa, una cama, algunos muebles más y una computadora. Gasta muy poco en luz y el agua es reciclada. A me informa que se lleva muy bien con el árbol de la entrada aunque sea alérgico a sus ramas. Flanqueando la casa hay líneas de tierra, son rastros de siembra: papas, higos, chayotes, cebollas. La vida de A también se da en la naturaleza que rodea su casa, misma que es la mínima extensión de un terreno muy amplio cuya portada es la casa principal, temporalmente habitada por un grupo de amigos. Ese árbol con el cual se lleva tan bien lo ha visto desnudo incontables veces: desnudo con una mujer griega sobre las ramas más bajas, desnudo pasando al lado para llegar al baño y tomar una ducha.

A es un actor mexicano de 47 años. Nació en la Ciudad de México y en el 87 se mudó a Morelia. Años después regresó a la Ciudad para estudiar actuación en el Foro Teatro Contemporáneo y, a los dos años, A empezó a estudiar en la UNAM con Héctor Mendoza. Con veinte kilos menos, parado sobre la nieve de Groenlandia, con el torso desnudo y a poco de morir, actuó para la última secuencia de Halley (2013), en la cual interpretó a Beto, uno de sus personajes más famosos.

Una tarde con A es compartir la mesa con un anciano de voz tibia y arrugada para hablar de antiguas escuelas de teatro, con un hombre de cuarenta años que sigue usando palabras noventeras para explicar el horror de los sueldos atrasados, con un adolescente desvergonzado que habla de cómo el derecho no le enseñó a reconocerse a sí mismo mientras interpreta a cualquier personaje; con Alberto Trujillo, actor mexicano que me invita a su casa a platicar de sentarse a platicar para platicar.

Sobre la mesa de madera, sus cigarros y un encendedor. ¿Qué es un actor?, me pregunto mientras él habla de las adicciones y usa términos médicos para explicarme qué sustancias innombrables recorren los surcos cerebrales cuando te metes una droga. No le pregunto por qué eligió dedicarse al teatro después de haber estudiado y ejercido las leyes, porque resulta evidente que entiende cómo la inmensidad del lenguaje se hable con la parte del cuerpo que se requiera, puede hacer que una persona cambie de nombre como de guión. Lo agradable de A es que todo el tiempo es él, aunque se presente ante mí cualquiera de sus fragmentos y me hable modulando la voz o gesticulando sutilmente.

Para A, hablar de lo importante es nombrar lo cotidiano.

II

Los gatos. (sust.) Son bien bonitos, el problema es que son tan vale madres… A se confiesa, en temperamento, parecido a los gatos; aunque si fuera uno, se ahorraría el terrible homenaje del pájaro muerto colgando del hocico del felino a las manos del amo.

Los cumpleaños. (sust) Es como cuando vas a hacer una función de teatro, salen los actores y les aplauden. No han hecho nada, ¿por qué le aplaudes? ¿Porque veías Cándido Pérez, o qué?

El amor. (sust.) El amor eterno dura muy poquito.

El dinero. (sust.) Desde que era niño era de “quiero un juguete, ¿qué hago?, ¿de dónde consigo dinero?”. Siempre me gustó dibujar, entonces estaba La Guerra de las Galaxias, dibujaba a los personajes y los vendía.

La discriminación. (sust.) Cada vez que entro a un museo, y cada vez que entro a donde sea, mejor me les planto a los de seguridad y les digo: “a ver inútil, ya que me estás persiguiendo, dime dónde puedo encontrar tal cosa”.

Beber vino ajeno. (v.) Es divertido estar en festivales en Alemania con toda esa gente que bebe sus copitas de vino (alza el meñique) y tú con tu camisa arrugada y con un sombrero de quince pesos entre todos ellos. Y te pueden ver así (me encaja una mirada terrible), o así (una vez más), pero estás comiendo su comida y bebiendo su vino y… ¡lo pagaron ellos!

Provocar. (v.) Una vez me puse una cresta roja y jamás había sentido tanto odio. PERO NOS GUSTA PROVOCAR. A mi fiesta de graduación de la universidad fui con un saco estilo mariachi, un pantalón de mezclilla roto y tenis. Y yo lo había pagado, a pesar de la vergüenza de mi mamá.

Festivales de cine. (sust.) Y lo que ocurre en los festivales se queda en los festivales.

Armar pequeñas revoluciones. (v.) Este país es una decepción. En la serie que estoy haciendo ahorita, llega un actor colombiano y nos dice: “Es que yo vengo de un país donde nos gusta que los personajes estén vivos». Y le digo: “Ah, ¿sí? Aquí también”. Y como nadie le contesta en la producción, se enojan conmigo porque yo sí lo hago. Pero ya me encargué de hacer una revolución. Hablé con unos técnicos, y se los voy a echar encima (a los extranjeros). Si a los jefes no les gusta lo que estoy haciendo, ¡córranme, muchachos!, es así de fácil.

Las olas. (sust.) Es fácil leer a la gente. Cuando sé que hay un peligro real, les pego por abajo. Como con las olas: si es muy grande, la paso por abajo. Cuando ves que pasó la ola y no te ocurrió nada, tú ya estás del otro lado. Es igual. Y al día siguiente ya no están tan enojados. Lo he hecho con casi todas las productoras con las que he trabajado. Si me siguen hablando, es porque saben que siempre llego puntual, sé lo que tengo que decir, sé lo que tengo que hacer, trabajo bien. Y aunque no tuviera trabajo, no estoy para besarle el culo a nadie.

Las miradas. (sust.) Yo no puedo salir a una fiesta sin que, o los hombres se quieran agarrar a golpes conmigo, o las mujeres quieran tener sexo. También es una cuestión de discriminación la mirada, ¿no? Mantener la mirada es peligroso.

Su guión actual. (sust.) Si eres un hombre heterosexual entre los 18 y los 65 años, no tienes más derecho que a ser burrito de carga de la sociedad. Becas ya no, programas educativos ya no. Y cada vez peor, y cada vez peor, y cada vez peor.

Papás. (sust.) Yo podría agradecerles a mis papás que en cierto momento, a mis veintiocho años, aunque no por voluntad propia, dejaron de meterse conmigo.

Derecho. (sust.) Estudiaba en la Escuela de la Facultad de Derecho, estudiaba en la Casa de Actuación y trabaja en un bar por las noches. Fue divertido mientras duró. Terminé derecho con una tesis y todo. Una tesis horrenda. Al segundo año de la carrera de Derecho empecé a estudiar Actuación. En 1997 dejé de ejercer derecho. No quiero llegar a los 90 años esperando la hora de la salida de oficina. Vendí lo poco que tenía y me vine a estudiar al Foro Teatro Contemporáneo.

Actuación. (v) Presión y depresión, seguir, seguir, seguir.

III

Encontrarme con A fue un ensayo.

Para mí, la actuación se trata de sostener miradas, y para A no es opción cerrar los ojos.

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