Los muebles donde el paso del tiempo ha dejado su huella. Los libros que nadie visita. El tiempo que pasa en aquel cuarto oscuro donde te ocultas. Aquel lugar es una noche circular. La oscuridad se atenúa hasta la infinidad y tú en un ataúd, en el interior, rasguñas la madera.
Estás tendido sobre la cama, con tus rodillas entre los brazos y sosteniendo el cigarro con los dedos, de frente a tus cortinas negras. Sientes las gotas inundando tus ojos, así como el repelús de tu vida en tus huesos que se mantienen tiritando. Te embriaga el recuerdo de sus detalles: el perfume vetiver, el anillo plateado, sus manos tersas y blancas con la marca de sus venas, esos labios carnosos o aquellos besos que te hacían recordar la sensación de aplastar una fresa con toda la delicadeza que permitían tus dientes. Abrazas tus rodillas como antaño lo abrazabas, mientras recuerdas sus caricias ya habituadas a tu piel, además de su aliento resbalando por tu nuca.
En la cama sientes su vacío. Tú te esmeras en seguir dejando su lugar. Su almohada no conserva ni una pequeña partícula de su aroma. Ojalá pudieras eternizar su olor toda la vida…
Cae esa gota resbalando por el borde de tu ojo. Tu mente te sigue llevando a él, a aquella vez. Luego te despierta un trueno, un estallido en tu mente. Recuerdas su última imagen: su rostro tendido en el suelo, los gritos de los otros, “¡pinche joto!”, los puños llenos de su sangre y el sonido de los golpes en su cuerpo.
Era otra de esas citas perfectas: su mirada dilatada, el helado de pistache, los besos a escondidas de la gente, la sensación rasposa de sus barbas acariciando las tuyas.
Luego las imágenes resurgen, aquellos desconocidos rodeándole, maldiciéndolo; esas personas le escupen con asco. Su cuerpo enrojecido e inflamado. Después, silencio. Quedaste sordo y mudo cuando antes habías sentido. Ahora sólo están las botellas derribadas, tu microcosmos reducido a las cuatro paredes polvorientas, colillas solitarias en el suelo, el sucio escritorio que alguna vez les sirvió para platicas y sexo. Estás restringido a tu universo: el ataúd y tus rasguños, las cortinas negras, los libros olvidados. Su piel tersa. Su piel golpeada. Sus labios carnosos como fresas. Sus labios abiertos, floreados por los golpes, vueltos carmesí por la sangre.
Levantas tu rostro de entre tus piernas, miras la ventana y abres las cortinas, detrás está escondida la vida. Las abres y ante ti está la infinidad del mundo. El sol quema tu piel palidecida, el viento acaricia tus vellos como te acaricio él con su aliento antes de extinguirse. Todo parece acomodarse ante ti, el mundo y la vida como armonía. Miras hacia atrás, a esa composición nocturna que te has construido. Miras hacia abajo, a los metros que te separan del suelo. Todo es tan simple. Otra vez el recuerdo intenta nublarte, pero lo controlas. Te arrojas, sientes tu cuerpo arrastrado por la gravedad. En esos segundos el tiempo se desdobla y se convierte.
Otra vez su recuerdo te hace estremecer. Por última vez: la fresa mordida, el vetiver, su anillo plateado, su piel. Su cuerpo asesinado. Tu vida. El sexo, los gemidos: “Alonso…” “Andrés…”, la reverberación de tu voz y la suya amándose, las salidas, las risas. Su cuerpo pateado por ellos hasta el cansancio, la sincronía de su rostro partida en pedazos por los golpes de odio, la sangre mezclada con el conjunto de sus escupidas en tu ropa, la última mirada que te dedicó antes de amarte por última vez, su voz llamándote tiernamente después de estar dentro tuyo.
—Andrés…
… y todo ello rompiéndose contra el pavimento. Tu cuerpo colapsa.
Autor: José Prado Zacarías (México, 1999). Cursa la carrera de creación literaria en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Publicó en “Relatos de la cuarentena” por parte de la Universidad Autónoma de Nuevo León, además de en la revista Resiliencia y Katabasis.