Madre nulípara, principio y fin de mi maternidad – Ensayo de Victoria Sohe

Es de noche. La criadita Varka, una chiquilla de trece años, mece en la cuna al niño y le canturrea.

“El enemigo”, Antón Chéjov

Aunque he explorado durante un par de años la crítica a la maternidad como un encarcelamiento de las mujeres y desde la representación de las madres angelicales o monstruosas en la literatura, no fue hasta que leí el ensayo de Lina Meruane, Contra los hijos, que me di cuenta de lo poco que he criticado mi maternidad impuesta. No es que la autora se haya enfocado en la maternidad de las que no paren; al contrario, ha expuesto la presión hacia las mujeres por parir y las implicaciones que esta acción ha tenido. Pero cuando leí que además de estar en contra de los hijos está en contra de algunas madres como las “que además de engendrar […] nos obligan a asumir a sus hijos como nuestros”, se me abrieron los ojos y pensé “ese tipo de madre es la mía”.  

Se suele pensar la imposición de la maternidad desde la lucha por ganar el derecho a la decisión. Se obliga a gestar a las mujeres que no tienen conocimientos sobre reproducción sexual, que no sabían cómo se hacen los hijos, que fueron abusadas y se les negó el acceso a la interrupción legal del embarazo. Del mismo modo, se les impone la maternidad a las hermanas mayores (e incluso a las menores), se les obliga a volver a ser madres a las abuelas, a las tías o a las suegras. Y es que, en esta cultura de la tiranía de los hijos, como la expone Meruane, combinada con la maternidad en un contexto capitalista, se crean maternidades colectivas en donde participan todas las mujeres. Todos los hijos de la familia son nuestros.

Yo misma fui criada en una maternidad comunal. En mi época de lactante, fui amamantada por una mujer que no conozco y me cuidaba Sinda, una de mis tías más jóvenes que en ese entonces no cuidaba hijos propios. Recuerdo que, incluso, jugaba a clasificar a cuál mamá quería más, cuál cocinaba mejor o con cuál disfrutaba mejor del acceso a la televisión. Casi siempre, la ganadora era mi tía Ade: sus sándwiches eran los más ricos, me hacía peritas al vino tinto y había cablevisión en su casa. El segundo lugar lo solía ocupar mi madre biológica. 

El trabajo de mi mamá no le permitía llevarme o recogerme de la escuela, mucho menos de fiestas infantiles; por ello, buscaba quién la pudiera remplazar. Las opciones viables eran mujeres de mi familia y, cuando no quedaba de otra, le tocaba a la mamá de una amiga o a una amiga de mi mamá. Se queda en mi memoria el día cuando mi tía Ade se cansó de estar siempre conmigo porque quería pasar más tiempo a solas con su pareja; mi mamá la tachó de egoísta. 

Este formato gremial de crianza fue divertido hasta que cumplí once años y nació mi hermana: era mi turno de ser madre. Así, empecé a cambiar pañales, darle biberón y cargarla cuando lloraba. La bañaba, vestía y peinaba y, con la edad suficiente, comencé a llevarla a la escuela y a ayudarle en las tareas. No tuve la opción de decidir sobre esa maternidad impuesta. 

A todo el mundo le escandaliza que exista una niña prepuberta cargando a una bebé en brazos, a menos que sea su hermana. Nadie nunca le vio nada malo: era mi responsabilidad; no se pararon a pensar que yo era una madre de remplazo en una maternidad ausente y que, a partir de ello, yo no tuve una adolescencia normal. No podía ir a fiestas, salir con mis amigas o dedicarme completamente a mis estudios. Tenía que quedarme en casa a cuidar a mi bebé. Cuando pido pasar tiempo a solas con mi novio, me convierto en una irresponsable. 

Después de leer Contra los hijos, pude autodiagnosticarme. No sólo era una madre obligada, sino que estaba encaminada a convertirme en una madre-esforzada-y-responsable-obligada: una mujer joven, universitaria, godín y con una hija a la que empezar a introducir al feminismo, al ecologismo, a la cual buscarle una terapeuta infantil, cuidar su alimentación, cumplirle caprichos, mimarla dentro de mis límites de tiempo y dinero. Todo por amor incondicional. 

Me alertó aún más leer la cantidad de escritoras madres y no madres que recurrieron al suicidio. Si se me excusa el ad verecundiam, tantas mujeres intelectuales con una sensibilidad artística, creativa y social, me hace pensar que es el paso correcto y si no, al menos, la decisión a la que se nos orilla. La salud mental de las mujeres perseguidas por la maternidad se refleja en la adicción al alcohol u otras drogas y, como se dijo antes, a conductas suicidas. En mi caso, comencé a tomar Fluoxetina y Clonazepam a los trece años. 

Después de un año en el que me acompañaron lecturas como Contra los hijos, de Lina Meruane; Amado Monstruo, de Javier Tomeo; “Amor de madre” y “La buena hija”, de Almudena Grandes; Solitario de Amor, de Cristina Peri Rossi; Sanguínea, de Gabriela Ponce; y Los cautiverios de las mujeres, de Marcela Lagarde, he decidido abandonar todas mis maternidades. 

Se trata de renunciar a la idea de que “todas las mujeres por el sólo hecho de serlo son madres y esposas”,[1] como denuncia Marcela Lagarde, donde la maternidad “es el conjunto de hechos de la reproducción social y cultural, por medio del cual las mujeres crean y cuidan, generan y revitalizan, de manera personal, directa y permanente durante toda la vida, a los otros, en su sobrevivencia cotidiana”, cuyos otros pueden ser sus propios hermanos, ancianos y sus parejas. Esta resolución implica tanto no parir, como no adoptar, no maternar a mi hermana, ni a mi novio, mucho menos a mi propia madre, ni tampoco a las personas parasitarias que me he encontrado en el camino.

La transición puede presentar complicaciones porque la gente a nuestro alrededor está cómoda con la posición en la que estás y la que le has dado. De pronto, todos parecen ser niños de pecho a los que has abandonado y sus chillidos agudos no hacen más que aumentar: “¿Cómo que no vas a hacer el trabajo por mí?”, “¿Me vas a dejar ser un inútil que no se puede valer por sí mismo y arruinar todo?”, “Nunca me habías dicho que no”, “Tengo por sentado que vas a estar ahí para ayudarme, no puedes dejarme así”, “No tienes que cubrir las necesidades de todos, solo las mías”. Pero hay que aferrarse a decir que no, hay que aferrarse a la libertad. No seremos madres de nadie, menos de nuestros propios hijos.

Es hora de rebelarnos contra los hijos, contra la maternidad, contra los partos, contra las madres que nos convierten en madres, contra los compañeros de trabajo inútiles, los jefes caprichosos, los novios holgazanes, contra los padres deslindados de su paternidad, contra los albañiles que claman que eres su madre. No seremos childfree, únicamente free. Ahora debe reinar la decisión, la libertad y, sobre todo, el amor propio. Habrá que engrandecerlo, aunque se nos tache de egoístas o desnaturalizadas. Soy Varka, acabo con el niño y me echo a dormir. 

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[1] Lagarde y de los Ríos, Marcela. Los cautiverios de las mujeres: madresposas, monjas, putas, presas y locas. Universidad Nacional Autónoma de México, 2005. p. 248. 


Autora: Victoria Sohe (Gutiérrez Zamora, Veracruz, 1999). Estudia los últimos semestres de Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Se denomina escritora desde que se animó a participar a un taller de ensayo. A partir de ese momento, teclea más de 45 palabras por minuto. Le atrae la crítica, la queja y mostrarse sensible sin tacto.