Imagen por Sofía Probert
La protesta del 16 de agosto de 2019 en la Ciudad de México tuvo como consecuencia una imagen poderosa. Polémica, incómoda y liberadora, la Victoria alada policromada e intervenida por las manos de decenas de mujeres apuntaba ya la alteración de la imagen urbana como eficaz demostración de un Estado fallido. Aquella imagen recorrió las pantallas del país y pienso, por las acaloradas discusiones generadas en torno a ella, que dislocaba ferozmente la noción de control gubernamental y los imaginarios de la mujer sumisa, callada y obediente.
Este año, de cara a las manifestaciones organizadas a propósito del Día Internacional de la Mujer, los edificios y monumentos de la capital mexicana fueron blindados con largas filas de vallas metálicas para impedir su intervención por colectivas feministas. El mensaje era claro, siempre lo ha sido: el orden establecido no se toca. Aquellos muros legitiman y representan a un poder intrínsecamente ligado al patriarcado que no puede permitirse nuevamente la vulneración de su imagen —sostenida y encarnada, en parte, por la impecabilidad de los monumentos y la fortaleza física y simbólica de sus instituciones—. En la muestra de “protección” de aquellos espacios se juega la imagen misma del Estado como agente de dominio.
La imagen importa, importa tanto que debe cuidarse hasta las últimas consecuencias (no en vano la presencia de rifles anti drones durante la marcha del 8M, que cumplían el doble objetivo de intimidar a las participantes y evitar la grabación de los sucesos). Por suerte, quienes nos manifestamos sabemos también que a partir de lo visual podemos subvertir las narrativas establecidas por el Estado patriarcal. Me refiero a todas las imágenes, no sólo las consideradas artísticas. Hablo de la labor de periodistas, fotógrafas, ilustradoras, de quienes hicieron carteles, stickers, textiles y banderas, así como de muchas otras mujeres que, en solitario o colectivo, generaron, compartieron o fueron parte de imágenes alrededor del 8M. Desde los videos de escenas específicas de la manifestación, donde se da cuenta del despliegue de violencia por parte de la policía, hasta las intervenciones en el espacio público o incluso las imágenes compartidas en redes sociales, pienso que resulta un régimen de visibilidad que privilegia otros mensajes, otras miradas.
Durante los días anteriores a la marcha, las vallas mencionadas fueron convertidas en enormes lienzos por colectivas. Se escribieron más de mil nombres de niñas, jóvenes y mujeres víctimas de feminicidio —la historiadora del arte Ximena Apisdorf dice haber documentado 1254—. De pronto, el muro negro devino un inmenso memorial, colorido por las decenas de flores y cruces rosas que muchas llevaron. Además, un día antes de la manifestación, se logró intervenir visualmente el Palacio Nacional mediante la proyección de consignas sobre su fachada: “México feminicida”, “Aborto legal ya”, “Un violador no será gobernador”.
Aquellas imágenes me conmovían, me llenaban de rabia y esperanza a la vez. Leía los comentarios de otras mujeres y notaba que la reacción era muy similar. Con ello, no quiero decir que la experiencia ante la imagen sea universal, nunca lo es, pero fueron aquellas coincidencias las que me llevaron a recordar el poder de las imágenes para despertar afectos, ideas y, en ocasiones, mover a acciones específicas (Alfred Gell plantea y desarrolla ampliamente esto en Arte y agencia, 1998). Así, las imágenes previas al 8M llenaban de energía renovada el movimiento.
Si toda imagen pone de relieve algo a costa de excluir muchas otras cosas, me permito pensar en las imágenes del 8M —aquellas generadas desde adentro, por quienes se reconocen atravesadas por lo que se exige ese día— como reveladoras de lo continuamente vedado o ignorado: dinámicas de opresión que se configuran en acciones cotidianas (nombradas usualmente “micro machismos”) y abiertos actos de violencia patriarcal como el feminicidio. Por supuesto, imágenes combativas se dan todos los días, y no sobra aclarar que las luchas se gestan más allá de lo visual; sin embargo, veo el 8 de marzo como un momento en el que el poder de la imagen se explota fuerte y organizadamente.
Modificar la imagen urbana, habitar la ciudad desde la exigencia, cambiar los nombres de las calles por los de mujeres asesinadas o personajes claves en los movimientos feministas, pegar carteles o stickers con consignas, documentar todo ello mediante una fotografía, compartirla en redes… Tal vez corro el riesgo de englobar un montón de imágenes distintas en una misma categoría que les confiere un poder igualitario, pero me interesa más bien pensarlas todas en conjunto, como parte de un sistema que revela y a la vez construye una realidad en la que el antiguo orden social se está cayendo.
“Lo que miramos conforma nuestros pensamientos”, dice la historiadora del arte y creadora textil Paula Mues Orts. Me gusta pensar que aquellas imágenes de las que he hablado, y que son también posicionamientos políticos, mueven algo entre quienes miran nuestras denuncias con incredulidad, que generen consciencia alguna o, cuando menos, les anuncian que algo está en inminente transformación.
Sí, las imágenes importan.