La siguiente conversación con el escritor Fernando Vallejo (Colombia, 1942) ocurrió cuando aún vivía en México. No intenta más que ser una entre tantas entrevistas sobre su quehacer literario. Si acaso, dejar entrever su forma de pensar como secuencia de una vida que lo autentifica llanamente, desde su propia voz, en primera persona, a partir de la cual se ha propuesto crear y por ser —como él afirma— la única voz que conoce y desde la que habla en nombre propio.
En la entrada a la casa de Fernando, hay un árbol de cantera de aproximadamente un metro de alto; en él se observan esculpidas varias figuras fitomorfas. Mientras llamo a la puerta, mi mirada se pasea detenidamente sobre la escultura hasta recorrer el tronco y llegar al piso, momento en el que veo los zapatos marrones de Vallejo. Son modelo “Top-Siders” o “Náuticos” —como los nombran en España—, y le inyectan de los pies a toda su persona, una apariencia modesta y jovial. Nos saludamos y me invita a pasar. Su cordialidad y calidez nada tienen que ver con ese personaje en apariencia frío, controlador y hostil de sus novelas. Su sonrisa franca rompe con aquella ficción. Aunque no ocurre así con el peligroso ejercicio que hace de la crítica, llevada al extremo cuando la conversación discurre en torno a la iglesia, al gobierno y a la reproducción humana, disertaciones que lo enardecen: “Los políticos son una plaga y el papa un impostor”, dirá más tarde.
El estilo barroco con el que está decorada su casa me distrae constantemente. Ahora miro un cuadro grande en posición vertical frente a nosotros. Es la pintura de un arcángel, en la cual se resumen sensualidad y ternura, contrarias a los temas tan crudos, plagados de violencia, que Fernando trata en su narrativa. Le comento que la decoración de su casa parece contradictoria al ambiente de sus novelas. “Contradictoria como yo, pues sin la contradicción no habría crítica. Además de que la contradicción es inherente al ser humano”, menciona mientras tomamos asiento en la sala.
En ese momento, una mujer nos trae una bebida que deja sobre la mesa de centro. Vuelvo a distraerme con la variedad de objetos extraños y antiguos que hay sobre ella: una mano de porcelana, arena de mar, corolas… En la misma sala, detrás de nosotros, el poderío negro, pesado y ahora mudo del piano de cola se presenta como un templo. La música es la isla a la que Vallejo acude constantemente, aunque no sea para crear, como él dice, sino sólo para: “Interpretar y olvidar esta realidad tan cruda”, dirá en tono desanimado. Y aunque últimamente toca poco, comenta que “con la música desaparece el dolor, la enfermedad, la vejez, la muerte. Porque vivir es tan difícil como morir, y por eso sigo aquí, me da lo mismo”.
En esa repisa lejana hay una “muñeca” que se parece a aquellas “lujurias” de cartón que en algunos lugares de la Ciudad de México se siguen vendiendo durante Semana Santa. Me resulta peculiar y aclaro mi duda preguntándole qué hace esa muñeca allí. Vallejo se ríe, conjugando en su risa la severidad del niño, del joven, del hombre maduro y del viejo, esos que están presentes en toda su narrativa: Fernando, el personaje que no se cansa de hablar en primera persona. Como dirá el escritor: “Uno es todo eso en todo momento: niño, joven, viejo”. En ese instante, me dice riendo que aquello que yo creí que era una “muñeca” en realidad es “un santo desnudo, le están lavando su ropón”, ríe abiertamente. Entonces le pregunto por qué siendo un escritor que critica a la iglesia en todas sus novelas y, en particular, en su ensayo La puta de Babilonia (2007), puede vivir entre esas esculturas, pinturas e imágenes de santos: “Por eso que le dije antes, por la contradicción”. Sonríe, para beber después lo que hay en el vaso.
¿Cómo diferenciar entre la magia de la creación y el vivir cotidiano de un escritor que escribe desde esa primera persona, dadora de la más valiosa confesión: su propia verdad, independiente y crítica? Como lo expresa cuando menciona que la iglesia ha hecho mucho mal y que por ello hay que “desenmascarar a los tartufos, a los hipócritas, al sistema, en el que lo más grave no es la producción de pobres sino la demografía. Ya somos muchos, ya no cabemos, además ya nadie debería tener derecho a reproducirse”. Arremete, mirando al suelo, como si en él encontrara alivio.
De su novela más conocida, La virgen de los sicarios (1994), sólo comenta que fue la más vendida junto a El desbarrancadero (2001), la novela más cruda de todas al tratar, entre otros temas, el VIH, merecedora además del premio latinoamericano Rómulo Gallegos en 2003. Esta novela también fue elegida como una de las más importantes de Iberoamérica en la segunda mitad del siglo XX. Después hablamos de Los días azules (1985), su primera novela. Leer esas páginas puede resultar para cierto tipo de lector —con una familia numerosa— una lectura entrañable, pues es como hojear parte de nuestra infancia, en medio de la marabunta de hermanos y el divertido desorden que se origina en la casa, en una familia de clase media. Vallejo sonríe recordando al rememorar su infancia en esa novela. Su rostro terso y rozagante delata su vegetarianismo que antepone al decir: “Cuando vayamos a la mesa, te darás cuenta de que la comida que habrá allí serán camarones, ellos no tienen un sistema nervioso complejo, como las vacas o los cerdos o los pollos, que sienten como nosotros, el dolor, el miedo, la tristeza, el hambre, la sed, la angustia”. Emociona oír en boca de aquel “hombre irreverente”, “políticamente incorrecto”, “indiferente”, ese dejo compasivo, lleno de empatía, abogando por el respeto hacia la naturaleza y la vida animal, como Diógenes, aprendiendo de los ratones y de las hormigas o como Nietzsche, impidiendo los azotes propinados a aquel caballo en la plaza de Turín… “A diferencia de Cristo que nunca los quiso ni nunca mostró un gesto de compasión por ellos. Las tres religiones semíticas —esto es, el judaísmo, el cristianismo y el mahometismo— son infames. El cristianismo y el islam no son civilizaciones ni religiones: son empresas criminales”, lo dice con indignación.
Le pregunto si se encuentra escribiendo algún libro. Me responde que sí, pero que aún no está del todo contento con la forma y argumenta que “lo importante no es qué decir, sino encontrar una forma novedosa de cómo decirlo”. La conversación da un giro y me habla de Rufino José Cuervo, aquel gramático colombiano: “El hombre más sencillo y valioso que ha dado Colombia, el único que jamás aspiró a un puesto”. Le brillan los ojos al nombrarlo y vuelve a sonreír, pero ahora con melancolía. No dice más. Él es otro de esos grandes escritores, que sobresale por la originalidad que hay en su creación, además del respeto y dominio del español.
Comento que cómo es posible que se encuentre escribiendo otro libro si hace pocos meses presentó El don de la vida (2010), en la Cineteca Nacional. Me responde que es fácil cuando ya no se tiene una vida social activa. Que él ya casi no sale ni frecuenta cafés ni mucho menos restaurantes. Que lo que le importa ahora es sólo tener tiempo para escribir. En tanto, bebe un poco de vodka. Se aparece Kina, su perra, que comienza a olfatearme y a fisgonear con su nariz húmeda, hasta que, sin tregua, me acosa. Fernando la llama, ella lo mira, y obediente se echa a su lado.
Llegamos a la pregunta obligada, a ese lugar común imperdonable, el cual ya es imposible de evitar: “Usted qué cree que se necesita para ser un buen escritor”. Fernando acaricia el pelaje de Kina, mientras responde: “Creo que lo más importante para un escritor es la distancia que pone con su propio país, porque a partir de esa distancia valora y critica lo que su país tiene o deja de tener. La distancia le hace percibir de otra manera la realidad, la suya. Y para tomar esa distancia ya no es necesario que uno se vaya a Europa, con el simple hecho de viajar a un país centroamericano es más que suficiente, pero es necesario dejar esa distancia de por medio. Además de que te hace apreciar las variaciones del lenguaje. Otro elemento importante es ‘escribir oyendo’, aguzar el oído. El escritor debe estar atento para crear frases con ritmo y con sonoridad, es algo tan sencillo y tan tonto y también algo en lo que muy pocos piensan. El libro Logoi: una gramática del lenguaje literario (1983), lo hice pensando en mí, porque cuando comencé a escribir quería que alguien me dijera cómo hacerlo, pero no había nadie. Mucho menos en la Facultad de Filosofía y Letras, allí nadie sabe cómo hacerlo. Escribí ese libro para aclarar mis propias dudas, y allí está para quien quiera usarlo, pienso que es útil para todo aquel que le interese escribir. Otra obra que jamás debe olvidar de leer quien quiera ser escritor es un buen diccionario, te da vocabulario y precisión en las palabras”. Fernando ahora se queda pensando para enseguida continuar su idea: “Uno de los escritores que para mí ha escrito la prosa más hermosa y sonora es Manuel Mujica Láinez, pero muy pocos lo conocen. Además, para qué escribir, si ya hay tantos libros y en su mayoría no están bien escritos. Están escribiendo muy mal. La mayoría de los escritores no tienen ritmo, no lo conocen”.
Le pregunto si ha leído alguno de los autores contemporáneos. Niega con un gesto moviendo la cabeza: “No tengo interés en leer a nadie ni en aprender más cosas. Y lo que tengan que contar los demás no me interesa, más tengo que contar yo y el tiempo no me alcanza para decir todo lo que quiero”. “¿O sea que tiene en mente continuar escribiendo?”, pregunto. Me responde que sí, “mientras tenga algo que decir, aunque ya desde La rambla paralela (2002) había prometido no escribir más, pero siempre hay algo, aunque eso implique hablar más sobre lo mismo, porque este mundo se repite, se repite el dolor, el desastre, uno mismo”. Pienso en su libro El don de la vida, en el que la vejez, la tristeza, ese dolor y ese desastre continúan siendo los temas que invaden su narrativa. “¿Y la esperanza?”, le pregunto. Enseguida responde con esa habilidad irónica que lo caracteriza: “La esperanza es una forma de engañarnos para seguir aquí”, bebe un poco de agua.
Después de comer y conversar, es hora del paseo de Kina y de marcharme. Durante la caminata, nos detenemos en un billar llamado “Malafama”. Me comenta que, en Colombia, el billar era uno de los lugares que más visitaba siendo joven, pues en su tiempo no había tantos bares como ahora. Recuerdo que en la portada de su libro El fuego secreto (1987), muestra a tres muchachos jugando billar. Entramos. Vallejo observa las mesas, mientras una persona saluda a su perra por su nombre. Fernando sorprendido dice: “¿Te das cuenta?” Se ríe con ese humor que reafirma su discurso y su crítica ─con la salvedad de que, cuando se ríe, se desmorona el horror, el desastre, la ausencia de futuro que tanto narra en sus novelas y ensayos─ para concluir diciendo: “¡Saludan a mi perra por su nombre, en vez de saludarme a mí!” Ambos reímos. Salimos de aquel lugar, ya no es él quien dirige, sino Kina, que marca con naturalidad el paso hacia el andador de tierra que rodea la colonia Hipódromo Condesa.
*Esta entrevista forma parte de la tesis de Maestría de la autora: Del cinismo al quinismo: un análisis discursivo de la novela La virgen de los sicarios, de Fernando Vallejo (2017).
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Autora: Claudia Fulgencio (Ciudad de México, 1978). Es licenciada y maestra en Estudios Latinoamericanos (área de literatura) por la UNAM, ha impartido la clase de Literatura Iberoamericana en la Facultad de Filosofía y Letras de esa misma institución. Ha colaborado en el libro Imaginaturas en el tiempo. Los héroes en la ficción, UNAM/UAEM. En coordinación con CONACULTA, trabajó en el proyecto Pueblos originarios de Tlalpan: Mitos y leyendas. Historias, tradiciones y costumbres. Escribió la columna mensual “Rutas de la imaginación”, en el Periódico 1900. Es compiladora de la antología Cuentos desde el fondo, Editorial Monosílabo. Desde hace seis años dirige varios talleres de lectura en la librería “Elsa Cecilia Frost”, del Fondo de Cultura Económica, entre otros espacios culturales. Actualmente imparte el taller de lectura, en línea. Está por publicar su primera novela.