Fotografías de Metzli Alicia Escalante Peña
A un año de la primera manifestación #NoMeCuidanMeViolan, convocada en la Ciudad de México tras las acusaciones a cuatro uniformados por violación, donde activistas lanzaron brillantina morada a Jesús Orta, ex Secretario de Seguridad Ciudadana, reaviva en mí el fuego interior que experimenté durante todas esas concentraciones.
La sociedad machista y misógina nos acusó de violentas y provocadoras por las intervenciones artísticas en espacios públicos y privados, cuando la verdadera violencia —porque esa sí usa intencionalmente la fuerza física y amenazas— la han ejercido desde hace mucho tiempo las autoridades, y en esa ocasión, los policías negadores de derechos. Desde la percepción de las feministas, violencia es que nos maten, violen, acosen, abusen de nosotras.
En el aniversario de estos sucesos, la reafirmación y legitimación de que ELLOS —los varones y los uniformados— están por encima de nuestras expresiones, sigue presente. Con la pandemia esta creencia se ha reforzado por la dificultad de la producción de sentido y los modos de comunicación en las calles. Sin embargo, eso no ha sido impedimento para las mujeres organizadas, quienes siguen manifestándose en nombre de sus familiares asesinadas —Plantón de Familias Víctimas de Feminicidio—, por la despenalización del aborto y la garantía de nuestros derechos.
¿Intención?
La calle es de todas, y los mensajes que se crean en ella tienen validez más allá de cuando al gobierno le convienen o son bonitos. Aquellos discursos expresados a través de pintas en los monumentos, propiedades privadas y públicas, en las últimas manifestaciones feministas —como las de ese viernes 16 de agosto o las del 25 de noviembre de 2019— para exigir justicia, la no repetición de feminicidios y violaciones, tienen validez en su intención.
Las pintas realizadas han sido artísticas al buscar enunciar la realidad a través de ideas, además de tener fines políticos; eso las convierte en intervención, no en vandalismo. Una intervención es la actuación para modificar un espacio público y plasmar sensaciones y pensamientos mediante la ruptura estética de éste, al que la sociedad está acostumbrada a ver de una forma.
En las marchas de hace un año, buscamos señalar y simbolizar que las vidas de las mujeres asesinadas y violentadas no pueden devolverse así como puede ser restaurado el Ángel de la Independencia. Seguirles negando visibilidad a estas expresiones por una idea impuesta de propiedad para reafirmar y legitimar el ejercicio del poder del Estado, o porque afecta la conceptualización de la estética de los espacios públicos o privados, me parece un claro mensaje de que a este país sólo le importan un tipo de manchas, y no son las de sangre de once mujeres asesinadas al día.
Por esta razón, la destrucción se ha utilizado por nosotras las feministas durante las protestas como una herramienta, así lo fue el destrozo del metrobús de Insurgentes hace un año o de la estación de policía «Florencia». Las pérdidas sirvieron para disputar las relaciones de poder existentes entre las mujeres y un Estado que continúa sin responsabilizarse de la violencia contra las mujeres.
De esta manera, las participantes demostramos que, como mujeres, hemos decidido dejar la «fraternidad» que menciona el presidente Andrés Manuel López Obrador, la “feminidad” impuesta, sus roles y estereotipos a un lado. Todo para darnos y alzar la voz.
¡Boom! Hipocresía
Se debe recordar que ese mismo año, en el mes de junio, el Gobierno de la Ciudad de México pintó los cruces peatonales para el Mes del Orgullo LGBTTTIQA (lesbiana, gay, bisexual, travesti, transexual, transgénero, intersexual, queer y asexual). En este suceso, yo cuestiono el privilegio del Estado para inmiscuirse en los espacios públicos según su conveniencia y tendencia.
Asimismo, el Gobierno de la Ciudad de México ha elaborado campañas para disminuir el acoso y “violencia de género”, una de ellas para el Metro. La estrategia constó de llenar con imágenes las paredes de dicho lugar con diversas fotografías de hombres mirando lascivamente. Y así, una vez más el Poder medió en el espacio público (porque si es hecho por ellos no es “vandalismo”) sin reproches, bajo la mirada de lo que sí es «aceptable» —pero ineficaz.
Cabe entonces preguntar: ¿Qué es lo que sigue molestando de las intervenciones y expresiones de las mujeres? ¿Es lo antiestético de las pintas, de las imágenes, de los colores? ¿O es que el desagrado de la sociedad recae en que FUIMOS TODAS y no el gobierno o varones? Con mi experiencia, me atrevo a decir que la respuesta está implícita en esta última cuestión.
Reconfiguración simbólica
El producir simbolismos en los espacios, pintarlos, cambiarlos, supone una nueva representación de la realidad en donde las mexicanas existimos, una visión acentuante de la suciedad del país. En el rechazo de cierto sector social a este tipo de manifestaciones, encuentro una ventaja: lo disruptivo. La incomodidad, lo que rompe un escenario es justo lo que atrae las miradas de la gente sobre las feministas, las expresiones e intervenciones deseantes de exhibir que la violencia contra nosotras en el país no es parte de las prioridades del Estado, ni de la sociedad.
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Autora: Metzli Alicia Escalante Peña (CDMX, 1998). Estudiante de Comunicación que gusta de investigar y expresarse sobre diferentes temas relacionados a la política, ciencia, cultura y acontecimientos sociales desde la perspectiva de género y feminismos.