Dormidos flotamos en el éter,
Eugenio Montejo
nos arrastran las naves invisibles
Hacia mundos remotos
pero sólo en la tierra abren los párpados.
La basílica de San Roque era nuestro punto de encuentro con el ruido de Barranquilla. Vivíamos en un pueblito a treinta minutos del centro y a muchas lágrimas de humillación de distancia, con respecto a nuestro verdadero hogar. Éramos migrantes caminando entre musarañas nuevas y vacíos en el pecho.
Cruzamos la calle 38 y subimos las escaleras de la iglesia sintiendo el peso del sol en los ojos; la sombra de las torres góticas aún no nos arropaba. Sentía hormigas en la sangre. La arquitectura religiosa me había perturbado desde niña; quizás por la violencia del arte que se expone en esos lugares. Ella, en cambio, daba eufóricas zancadas. Estaba impaciente por ver madera vieja y mármol lloroso, restauradora al fin. No podía detenerme a estudiar su entusiasmo, yo quería salir corriendo.
Ya cerca de la primera nave, encontramos unas rejas a modo de entrada. Miré hacia arriba y la espalda de los colosos campanarios parecía una muralla guardián frente a la costa atlántica. Bajé un poco y encontré la anchura del templo. Agarré el brazo de ella con fuerza. Franqueamos las rejas y nuestros pies chocaron con un montoncito de polvo recién barrido. El contacto desató una onda arenosa que retumbó en el cuerpo de un hombre, con anatomía de pingüino, que recogía objetos invisibles cerca de un púlpito. Los tres éramos lo único viviente y pasajero dentro de aquel lugar dormido. La eternidad era un símbolo devorador que creía estar visitando una vez más.
*
Me detuve a la altura del balcón de los Arcaya. Miré hacia atrás y comprobé lo que temía: me habían dejado sola. Me toqué la ropa en busca de bolsillos, pero mi vestido era plano y mis piernas cortas. No era necesario verme en un espejo para darme cuenta; también debía tener labios finos escondiendo mis dientes de leche. No podía hacer nada, más que alimentar la certeza líquida que supuraba de mi rostro: debía entrar al templo, aunque no supiera dónde estaba ni cómo llegar.
Tiempo atrás había escuchado que el templo era un edificio colonial de una sola planta, con un umbral que servía de entrada y salida. Tampoco tenía torres ni plazoletas, ni objetos plagados de polvo. Era, más bien, una chocita civilizada con pocas figuras sagradas.
Bajé confiada de la acera. El roce de las sandalias con el filo de las piedras hizo que los cordones se reventaran creando un sonidito tierno. Recordé que «coño de la madre» no debía decirse en voz alta y me resigné a agacharme y acomodar la sandalia.
De pronto la luz del día se me hizo un tanto espesa, como una modorra o el canto de un presagio. Miré hacia los barrotes celestes del balcón y noté unas cuerdas delgadas, creando uniones con el techo de un pequeño edificio colonial, que hasta ese momento había ignorado. No pude divisar siquiera el dichoso punto adonde llegaban las conexiones. Aún con la atención esquiva, vi un puñado de nuevas cuerdas que comenzaron a tejer sobre la calle una especie de cuerpo sin forma, suspendido en el aire. El amasijo, entre más grande y fuerte, se tornaba más confuso. Entre el balcón y el techo del edificio se tejieron unas ocho patas azules, estables y gigantescas que sostenían y a la vez balanceaban una suerte de animal grotesco.
Sentía hormigas, me tocaba la piel para quitarlas pero nadaban profundo en mis venas. Traté de correr lejos de la criatura azul, pero las calles se habían cerrado con muros atestados de letras blancas. En los sueños no podemos leer, y en caso de hacerlo, sólo balbuceamos un idioma recién inventado que nadie podrá inventar en otro sueño. En medio de esto, recordé el edificio colonial frente a mí, el templo que estaba buscando y no sabía dónde estaba, mi sandalia rota y mi soledad aún no digerida.
Si entre esas cuatro imágenes, la única tangible era la del edificio colonial, entonces allí me escondería. La criatura gruñó ahogada, me dio asco, respiré y corrí hasta la entrada del lugar. Cuando ya estuve dentro me di cuenta que era un templo sencillo, de colores muertos. Nada especial. Sin embargo no me sentía bien, mis manos se abrían y cerraban solas; buscaban algo para asirse en medio de la oscuridad.
El silencio aumentó mi mal presentimiento, abrí bien los ojos y encontré figuras inmensas de personas de pie, sobre un altar sin cruces ni hostias. Eran muchas y estaban hechas de yeso. La súplica se les escapaba a través del movimiento desesperado de los ojos. Descubrí que se trataba de personas vivas.
Mis manos reflejaban mi crisis; buscaba en el aire algo para protegerme, algo que me hiciera sentir que no estaba sola frente a las pupilas vigilantes. Abracé la nada y cerré los ojos en un intento de saberme salva pero, al abrirlos, el templo seguía sobre mí. Volví a cerrarlos una vez más y en medio de esa oscuridad sentí abrazar una tela suave y fresca. Al abrirlos, ya era de día. Estábamos en la basílica de San Roque, permitiendo a las paredes respirar a través de nosotras. Ella admiraba unos retablos mientras yo me aferraba a su brazo derecho, jadeante e insegura, como quien suspira de cansancio. Esto no era suficiente, estaba tan alejada de la sociedad en la que crecí, que mi mente permeaba las figuras del templo y me las devolvía en los estados de vigilia, como jueces regionalistas hinchados de una sabiduría infinita para comprarme el alma y volverla lluvia que partía vidrios y casas, en su inevitable caída desde el cielo hasta la realidad de las naciones.
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Autora: Verónica Vidal (Venezuela, 1995). Escritora. Profesora de idiomas y editora adjunta de la Revista Literaria Awen. Forma parte de la antología de poesía venezolana Ant[rop]ología del fuego, la Cátedra Libre de Literatura Agustín García (Venezuela) y el Círculo de lectura. Narrativas de lo insólito (Perú). Ha publicado la plaquette de narrativa Cartuchos Vírgenes (Ediciones Awen, 2018) y el poemario Nardos casi despiertos (Ediciones del Útero, 2020). Sus textos han sido publicados en revistas y plataformas literarias de Venezuela, Colombia, Perú.