Ilustración de Carlos Gaytán
La correspondencia se niega a morir. Se reinventa en muchas formas y ahora es tan instantánea que cuesta contar cuánto tiempo tarda en llegar un mensaje. Las cartas más atractivas, más vistosas y más trabajadas, como es lógico, son las de amor. En la literatura, los escritos del tipo se han vuelto un género en sí que aporta gran información al respecto de los autores. Leerlas es un ejercicio doxográfico que desviste las complicadas prosas y los incomprensibles versos para llegar al punto clave: la personalidad y la identidad desnudas, el centro creativo del escritor.
Álvaro de Campos, una de las muchas máscaras de Fernando Pessoa, escribió que todas las cartas de amor se tambalean y caen en el ridículo. El libro Cartas de amor, que compila las misivas que envió obsesivamente a Ofelia Quiroz, conmueve y causa vergüenza con la misma intensidad. Ese, el más influyente de la literatura portuguesa, se ve reducido a un berrinche infantil por no ser correspondido en los términos que él esperaba. El supuesto amor —que en esta forma sólo es una relación de poder impulsada por el sistema patriarcal— parece más un espectáculo patético que no deja de causar cringe.
Escribe Pessoa o sus alter egos: “¿Por qué no es franca conmigo? ¿Qué empeño tiene en hacer sufrir a quien no ha hecho daño alguno —ni a usted ni a nadie—, a quien carga ya bastante con el peso y el dolor de una vida aislada y triste, y que no se merece que vengan a aumentárselos dándole falsas esperanzas, mostrándole afectos fingidos, y ello sin que se entienda su interés, incluso como diversión, o con qué provecho, aun de burla?”. Y no podría ser más risible su actitud que se asemeja a la de un niño que no tiene lo que quiere. Ni hablar de leer las cartas de Bukowski a Sheri Martinelli, ¿verdad?
Me sorprende, entonces, que la conocida misoginia de Juan José Arreola no se exprese —o sea bien cuidada— más que en el título del libro Sara más amarás, que por palíndromo y preciso se vuelve casi poético. Hay que reconocer, eso sí, el afán poético de las correspondencias de los escritores. Estoy seguro de que en ningún otro lugar las emociones son tan vivas como en una carta personal; así, me gusta pensar, se está cerca de la poesía. Desde luego, Arreola, que hablaba como si compusiera, despliega su mejor arsenal discursivo en las cartas a Sara García. Las palabras de amor son repetitivas, pero siempre mueven alguna fibra.
Está agotado el libro Cartas a Clara que reúne la correspondencia de Juan Rulfo a Clara Aparicio. En internet se pueden conseguir pocos fragmentos que revelan a un Rulfo poco visto: sensible, sobrio y amoroso. Aquellas cartas son las más originales formas que he leído para decir te quiero. Aquí una muestra: “He llegado a saber, después de muchas vueltas, que tienes los ojos azucarados. Ayer nada menos soñé que te besaba los ojos, arribita de las pestañas, y resultó que la boca me supo a azúcar; ni más ni menos, a esa azúcar que comemos robándonosla de la cocina, a escondidas de la mamá, cuando somos niños”.
No conozco mensajes más poéticos que los de Jaime Sabines en Los Amorosos: cartas a Chepita. “Te quiero, sí, te quiero: pero a medida de que te quiero se me van haciendo innecesarias las palabras; tengo que saber que no es indispensable el decírtelo. ¿Comprendes? Si tú no fueras tú, no diría esto”. Si se lee junto con Horal, parece que encontramos las pistas de uno en otro. Pero, como pasa regularmente, las misivas del escritor son las únicas que se incluyen en la edición. Hay muchos hombres mandando patéticos mensajes de amor, ¿verdad?
Las cartas de Zelda Fitzgerald son precisas, potentes, elegantes y románticas como pocas. Le escribe a Scott de manera tan cercana que lo repudia y lo ama, lo regaña y lo aplaude. Qué pluma tan maravillosa la de Zelda: “Por favor, no te deprimas; no hay nada triste en ti aparte de tu propia tristeza y los descosidos de tu quimono rosa y el hecho de que te preocupes tanto por todo. Eres la única persona que ha conseguido hacer todo cuanto tenía que hacer, condenadamente bien, y le ha sobrado el tiempo suficiente para sentirse insatisfecho”.
La relación abierta de Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre es bien conocida. Pero Beauvoir también escribió cartas magníficas para Nelson Algren: “[…] soy tan tuya, Nelson, lo que me diste significó tanto para mí, que nunca podrás quitármelo. Tu ternura y amistad fueron tan valiosas para mí que aún te puedo sentir cálido y feliz y agradecido cuando te siento dentro de mí”. Es extraño leer la prosa ensayística de Beauvoir tratando de encontrar las palabras correctas en una misiva de amor. Lo logra eficazmente y con mucha destreza.
La correspondencia madura por sí misma. Es por eso, queridos lectores, que les recomiendo escribir una carta con cualquier destinatario y no enviarla. Dentro existen ustedes. Es cierto que somos lo que escribimos, pero es más cierto que somos lo que escribimos a otros. Ridículos seremos entonces, ¿verdad?
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Ilustrador: Carlos Gaytan Tamayo (Ciudad de México, 1999). Estudia Ciencias y Artes para el Diseño en la UAM Azcapotzalco. Formó parte de varias exposiciones colectivas de cartel en su universidad. Algunas de sus obras ilustran artículos de Cultura Colectiva. Su trabajo se inspira en diversas técnicas y se encuentra en el diseño gráfico y la ilustración.