Qué injusta, qué maldita, qué cabrona es la muerte que no nos mata a nosotros sino a los que amamos.
Carlos Fuentes
La mortalidad es una condición inherente al ser humano. Todos, en algún momento de nuestra vida, nos enfrentamos al desconcierto, a la preocupación y al miedo que esta realidad nos genera. Mucho se habla de que el mexicano convive con la muerte de manera ligera, despreocupada; que se ríe de ella, que la celebra. Pero, en un país en que la muerte violenta, no aquella natural y tranquila con la que todos soñamos, si no la muerte injusta, humillante y dolorosa, se presenta cada día, ¿realmente la hemos exorcizado?
Nuestras ciudades continúan vistiéndose de colores cuando la época de festejar a los muertos llega: las ofrendas con flores, la comida, los disfraces. Pero estas celebraciones poco reflejan la experiencia que implica vivir acostumbrados a ver morir a decenas de personas cada día en condiciones inhóspitas. En medio de este panorama, vale la pena preguntarnos cuál es –o cuál debería ser– el papel del arte.
A lo largo de la historia, la muerte se ha manifestado como un tema común de las expresiones artísticas, desde las vanitas –aquellos cuadros con naturalezas muertas cuyos componentes aluden a la transitoriedad de la vida con objetos como cráneos, velas de llamas efímeras y elementos orgánicos en proceso de descomposición– hasta los réquiems musicales. Representaciones de memento mori, sacrificios de mártires, la muerte de Jesucristo, escenas de guerra y tortura; ninguno de ellos parece agotar el tema de la muerte, ninguno puede colmar el sentimiento que nos genera el saberla parte de nosotros. Sin duda, podemos decir que en cada época la preocupación sobre ésta ha tenido presencia, misma que se ha visto acrecentada cuando, como en nuestro caso, la vida misma parece pender de un hilo, con la muerte asechando en casa esquina.
Las relaciones sociales y económicas de una sociedad pueden leerse en sus muertos.
Teresa Margolles
En nuestro contexto, los artistas no han hecho caso omiso de las condiciones actuales de violencia y de los altos índices de homicidio del país, cuya repercusión en el tema de la muerte es lamentablemente directo. Enfrentarnos a un arte que poco se acerca a las concepciones clásicas de belleza y de perfección, ha sido la propuesta de algunos personajes cuyo quehacer artístico toca las venas de la crítica política, cuestionando al sistema que permite, ignora o legitima el estado de guerra en que nos encontramos. No, probablemente no sea un arte atractivo o bello; por el contrario, suele ser uno dolorosamente real y cruel que, además, se enfrenta a la dificultad de suscitar una reflexión que no lleve a la victimización, al sensacionalismo y que, a la vez, pueda despertar consciencia en medio de la insensibilización que se nos ha instalado en el cuerpo de tanto mirar y mirar la muerte en todos lados hasta casi entenderla como parte de la normalidad.
Lo cierto es que, por otra parte, algunas de las preocupaciones en torno al término de la vida que se expresan en las artes trascienden nuestras fronteras nacionales y forman más bien parte de intereses compartidos que nos aquejan en distintas partes del mundo. La crisis ambiental ha suscitado la sensación generalizada de un ambiente apocalíptico inminente; lo mismo ocurre con otros países en situaciones de guerra o en condiciones de desigualdad, pobreza, feminicidios constantes o con procesos migratorios violentos que terminan en genocidios silenciosos.
En este sentido, hemos de pensar en la responsabilidad de las instituciones culturales y artísticas para crear espacios con un posicionamiento crítico sobre la realidad que nos circunda, lugares que no emulen burbujas sociales.
El arte debería ser consciente de su impacto político y debería refinarse para sacar lo mejor de ello. Cuando ese problema se deja sin examinar y el arte confía en su autonomía, se convierte en un acto irresponsable. Puedo elegir una postura apolítica, pero tengo que ser consciente de que esa decisión sigue siendo una elección política.
Luis Camnitzer (teórico y artista uruguayo)
Como historiadora del arte y, antes que todo, como persona, me cuestiono sobre cómo puede el arte ayudarnos a repensar la muerte y la violencia de nuestro país, a construir discursos de consciencia, de memoria y, tal vez, incluso, de nuevas posibilidades de existencia, en donde una tregua con la muerte sea posible, como un componente más que nos permita valorar la vida; que nos ayude a no morir en vida.