La literatura de Rosario Castellanos ha sido una constante en todos los momentos de mi vida. Durante mi adolescencia memoricé sus poemas y pegué fotos suyas en mi recámara. Todo ese tiempo creí que la razón por la que los festivales llevaban su nombre y se abrían centros culturales y premios en su memoria eran exclusivamente por la calidad de su propuesta literaria. Mucho tiempo después, ya en la Facultad de Filosofía y Letras (con la que muchas de las escritoras mexicanas más famosas mantuvieron relación), descubrí el triple mérito de su escritura: no sólo había creado una obra prolífica, sino que cada novela, cuento, ensayo o poema es una pieza de gran profundidad tanto filosófica como de experiencia de vida, además, logró abrirse paso en la Academia y consolidarse como una autoridad en cuanto a literatura se refiere.
Sin embargo, el caso Castellanos es atípico en la historia de la literatura mexicana escrita por mujeres; en su mayoría, las mujeres no gozan del reconocimiento y el espacio incuestionable en el canon literario, a pesar de que su obra haya sido igual de buena o incluso mejor que la de sus colegas varones. No obstante, no es mi intención reflexionar sobre juicios de valor ni sacar un literaturómetro para medir la calidad de cada texto, sino problematizar someramente alrededor de las validaciones y su relación con el Premio Xavier Villaurrutia (PXV), otorgado por la Comisión Nacional de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes.
En la historia de este premio se han otorgado 115 reconocimientos de los cuales solo veinte fueron entregados a escritoras. La mayoría de ellas son mujeres reconocidas, cuyos nombres forman parte de las listas obligadas de lectura: Elena Poniatowska, Amparo Dávila, Elsa Cross, Coral Bracho. La pregunta que me gustaría plantear aquí no es si de todo el número de obras publicadas en México desde 1955, solo apenas dos decenas de las escritas por mujeres le han parecido relevantes a la institución, sino cuestionar el verdadero poder de consagración entre la comunidad letrada de nuestro país que tiene haber obtenido una distinción de este tipo. Si el círculo literario mexicano obtiene su validación por parte de instituciones estatales, ¿qué significa que una de las instancias gubernamentales más reconocidas solo haya premiado a un número reducido de mujeres? y, lo más importante, ¿qué tanta validación realmente obtienen las escritoras?
Josefina Vicens, la tercera ganadora del Premio, tras Juan Rulfo y Octavio Paz y la primera mujer en obtenerlo, sigue siendo una autora poco estudiada y mencionada únicamente por ese mismo logro. No se puede apelar a la brevedad de su obra pues el inaugurador de los galardonados sólo publicó una novela y una colección de cuentos, más algunos guiones de cine. La fineza y profundidad de la introspección a la mente humana y la intención de universalizar la literatura mexicana de Vicens no son méritos menores, sin embargo, su obra es inconseguible en librerías y la crítica que la investiga se restringe a la especializada en mujeres y aquella que se interesa por la representación de las minorías o las literaturas marginales. Por su parte, Inés Arredondo ha sido reducida a una escritora que habla del erotismo y el incesto, sin matizar sus dimensiones y acercamientos a temas como la inmigración asiática o la maternidad. Amparo Dávila ha tenido una creciente fama en los últimos años dado el carácter peculiar y siniestro de sus textos, pero poco figura en los programas oficiales de lectura; y podríamos seguir así con todas y cada una de las otras ganadoras.
Aloma Rodríguez apunta en un texto publicado recientemente en Letras Libres: “no se trata del mercado ni de vender libros. Se trata de algo un poco menos tangible, y por eso más difícil de medir: se trata de prestigio”. Pero pareciera que las ganadoras del PXV no obtienen lo uno ni lo otro; sus textos circulan en antologías u obras completas, sin ediciones anotadas o críticas y las autoras tampoco obtuvieron suficiente prestigio como para ser consagradas.
Si los premios ofrecen la posibilidad de afianzar la posición de un escritor, ¿por qué estas escritoras siguen necesitando de clases extras en las universidades?, ¿de reivindicaciones, de críticas que tienen que volver a demostrar una y otra vez por qué leerlas vale la pena? Pierre Bordieu, el sociólogo francés, dice a propósito de la consagración:
Lo que se describe a menudo como competencia por el éxito es en realidad una competencia por la consagración, que tiene por campo un universo intelectual dominado por la competencia de las instancias que pretenden el monopolio de la legitimidad cultural y el derecho a detentar y discernir esta consagración.
Esto me hace pensar que entonces el PXV no “califica” obras, sino que otorga poder y es una práctica de inclusión/exclusión de escritores; en resumen, consagra autores no obras.
Las mujeres son las líderes de las nuevas generaciones de la literatura mexicana y desde el 2012 ninguna ha ganado el Premio Villaurrutia; Guadalupe Nettel, Cristina Rivera Garza, Valeria Luiselli, Fernanda Melchor, entre muchas otras, han creado libros que han sido reconocidos en otros países, pero no en el suyo que es también el nuestro. Si un premio da poder, ¿por qué no es otorgado a las mujeres? Me parece que la tarea de quienes nos dedicamos a las letras es interpelar a los mecanismos de validación que condicionan en muchas ocasiones la distribución de las obras, pues sólo haciendo visibles las brechas de desigualdad, podemos empezar a pensar en maneras de cerrarlas.
Autora: Giselle González Camacho Chiapaneca que a veces escribe. Me interesan las literaturas populares, el origen de las palabras, el trabajo comunitario y la escritura femenina. |