Verde es el color de la pasión que inunda desde tus ojos el paisaje primaveral. La helada calma se derrite sobre las raíces que sueltan sus aromas de piedra y sangre. Durante la gran mañana traída del cielo por las aves, la tierra se vela por el calor de girasoles, rubores jóvenes y pétalos vanidosos. Iris cristalinos, besados por la luz que ha llegado para quedarse, riegan sobre la tierra poesía lozana, alimento de las abejas. Por fin la respuesta al rezo de un hombre en forma de amante suena en el valle, un dios eterno de todo lo natural mira en ti un reflejo de su amor eterno. Reposa el sol sobre la tierra. El erotismo de los tulipanes al nacer se perpetúa en la reunión de lo que debe estar junto. Dafnis se ha reencontrado con Cloe.
Maurice Ravel, nacido el 7 de Marzo de 1875, creció en Francia como el primer hijo de un matrimonio feliz. Su padre, altamente educado, dedicó tiempo a la formación de sus dos hijos enseñándoles de ciencia y cultura, de donde nació el primer gusto de Maurice por la música. Desde sus primeros años de estudiante demostró un entendimiento intuitivo del lenguaje musical, ingresando a sus 14 años al conservatorio de París; primero como pianista y después como compositor bajo la tutela de Gabriel Fauré. Su personalidad altamente individualista le causó dos expulsiones, lo que lo atrajo hacia otros artistas renegados que formaban parte de un grupo difuso conocido como Los apaches. Entre ellos llegaron a participar compositores como Ígor Stravinsky, Claude Debussy, y Erik Satie, quieres fueron un fuerte estimulante para Ravel, quien escribió varias de sus obras más reconocidas en la primera década del siglo XX.
En 1909, a sus 34 años, fue contactado por el empresario y productor Sergei Diaghilev quien dedicó su vida y la fortuna de sus contribuyentes a la comisión de obras de los mayores artistas emergentes de la década. La propuesta de Diaghilev era la producción de un ballet con la compañía de los Ballets Russes basado en la novela Dafnis y Cloe, del escritor griego del siglo II, Longo. Coreografía y argumento por Mikhail Fokine, el diseño por Léon Bakst y los danzantes solistas Vaslav Nijinsky y Tamara Karsavina darían vida en el escenario a la sinfonía coreográfica y la obra más larga de Maurice Ravel, “un vasto fresco musical, menos preocupado con arcaísmos que con una representación fiel de la Grecia de mis sueños, similar a la imaginada y descrita por los artistas franceses del siglo XVIII” en las propias palabras del compositor.
La trama, presentada en tres actos, se resume en las exploraciones de dos jóvenes que por primera vez descubren el arte de amar. En el primer acto conocemos a nuestros personajes en su mundo bucólico: Dafnis, un cabrero y Cloe, una pastora. Los dos abandonados de niños y cuidados por las ninfas guardianas del bosque crecieron juntos hasta su adolescencia, cuando surgió entre ambos un deseo desenfrenado e ingenuo por el otro. Una tarde, entre trompetas de guerra, Cloe es raptada por piratas y en el segundo acto, el dios Pan es conmovido por las ninfas y las súplicas inspiradas de amor de Dafnis, intercediendo por ella con un ejército de sátiros. Es entonces cuando comienzan los primeros arpegios del amanecer al inicio del último acto:
Un profundo morado envuelve la escena, son glisandos en las arpas y ondas de notas quedas y veloces en las flautas y clarinetes que trazan poco a poco de azul el cielo. Una resonancia grave en los contrabajos avanza sigilosa. La textura se abrillanta por manchas naranjas de acordes mayores. Los pájaros expiran los primeros cantos con voces de violines solistas y pícolos. El sol brota del registro grave impulsado por los saltos firmes de una melodía declamada por la sección de cuerdas. Las aves llaman la naturaleza a vivir, nuestro sol se delinea por completo en el horizonte y la melodía toca el cielo. Las cuerdas cantan con una expansiva melodía los primeros pasos de un pueblo que despierta. Las aves interrumpen con sus llamados y la melodía solemne continúa su paseo. Una vez despierta la tierra y sus habitantes retoman sus actividades, las ninfas con las voces del coro acompañan en contrapunto una última repetición de la melodía.
Nos acercamos a Dafnis que yace soñando a los pies de la estatua de Pan. Agitado, regresa a su cuerpo en un motivo veloz repetido y con angustia mira a su alrededor, se encuentra con el brillante sol que se aviva dentro de los alientos de metal y comprueba que su amada continúa desaparecida. Escuchamos su breve lamento y un suspiro de flautas. A lo lejos se dibuja la figura de Pan, en sus brazos Cloe se acerca viva. Los bosques esperan ansiosos y reciben con un beso la luz que los inflama de rubor. El amante cree que sueña cuando sus caricias encuentran de nuevo la piel de quien adora. La orquesta se enardece con la misma melodía que vio nacer al sol, esta vez en las manos de Cloe alrededor de Dafnis. El rocío en la brisa brilla al amanecer. La siringa del dios Pan toca una figura repetida que se pierde con su silueta entre el follaje del bosque.
En las escenas siguientes, con profundo agradecimiento Dafnis y Cloe representarán en una pantomima la vida de Pan, perpetuando así el culto al dios olvidado. Al terminar, bienvenidos por el regocijo general del pueblo, entre danzas y cantos, culminará en su noche de bodas el deseo de amor que les anima.
Gradualmente comienzo a ver con creciente precisión la forma y evolución que el trabajo deberá tener al final. Así, puede que esté ocupado por años sin escribir una sola nota de la obra.
Pasaron casi tres años desde la comisión de la obra hasta su estreno en 1912. Maurice Ravel trabajaba con la dedicación de un artesano, lentamente, gota a gota, arrancando todo de sí pieza por pieza. Su relativamente corto catálogo de obras en ocasiones le hizo admitir que se consideraba un fracaso; sin embargo, como es característico de las obras hijas de una magistral manufactura, la mayoría de sus composiciones permanecen aún hoy en día dentro de nuestra cultura, consagrando a Ravel como una de las figuras fundamentales de la música del siglo XX. Stravinski llamaría a Dafnis y Cloe: “Uno de los más bellos productos de toda la música francesa”.
Autor: Fermín León Salazar Compositor estudiante de la facultad de música de la UNAM. Seguidor de las artes. Mexicano de 20 años. Escribo sobre la música de nuestro tiempo y la manufactura detrás de ella. |