Roma se ha convertido, al margen de sus virtudes, en un fenómeno cultural a través del cual hemos vislumbrado nuevas formas de mirar y hacer cine, de replantear la historia desde la otredad y de cuestionar nuestros paradigmas sociales. Yo, al hablar de Roma, no puedo evitar hablar de sus mujeres. Sé que mucho se ha dicho y escrito en torno al poderoso y controvertido personaje de Cleo, así como de su intérprete Yalitza Aparicio; mas la historia entera de la cinta se teje primordialmente a partir de personajes del género femenino, donde la presencia masculina es lejana, difusa.
La película se centra en la historia de una familia cuyos pilares están conformados por mujeres: la madre, Sofía; la abuela, doña Teresa; y las trabajadoras domésticas, Cleo y Adela. El discurso cinematográfico intimista refleja, a través de la pequeña historia de estos personajes, grandes dramas de la vida social mexicana.
En la maravillosa escena en que Cleo y el hijo menor se recuestan en la azotea –en una composición simétrica que prima a lo largo del filme–, fingiendo una placentera muerte; la cámara amplía el campo de visión con una toma panorámica, para que el espectador pueda notar que en las casas vecinas la situación se replica: otras mujeres –todas mujeres, quiero enfatizar– de características similares a Cleo, lavan la ropa de familias enteras. Las labores de cuidado del hogar y la familia han sido fuertemente relegadas a las mujeres y ello es claramente plasmado en la cinta.
Lo anterior no se observa únicamente en el caso de Cleo, aunque, por supuesto, su personaje conlleva, además, problemáticas de otro tipo. La señora Sofía, protagonizada por Marina de Tavira, y doña Teresa, la madre de ésta, se encargan igualmente de la atención de los niños, vigilan su alimentación, los llevan a la escuela, al cine, de viaje.
La figura paterna, por su parte, se muestra cada vez más ausente en el hogar. Llegar temprano a casa es un hecho inusual que despierta la felicidad de su esposa e hijos; se ausenta por semanas hasta desaparecer y deja de aportar a los gastos familiares durante más de seis meses. En este sentido, mucho de cierto tienen las palabras de la señora Sofía, cuando, con cruda honestidad le dice a Cleo: “Estamos solas, no importa lo que te digan, siempre estamos solas”.
La cinta permite comprender que ciertas situaciones son comunes a las mujeres, independientemente de la clase social a la que pertenezcan. Fermín, al igual que el padre de la familia principal, se desentiende de su hijo e incluso amenaza con lastimar a Cleo si ella insiste en que éste reconozca su paternidad y se haga responsable.
Y es que, en la sociedad reflejada en la película, no muy lejana a la actual, ser mujer es sinónimo de vulnerabilidad. En este sentido, no es fortuito el comentario que Paco le dirige a su hermano menor cuando éste se niega a jugar a su modo: “Ya no quiero que tú juegues, niñita”. Ser mujer representa debilidad, y eso se aprende desde la infancia.
Más adelante en el filme –y en medio de una fotografía que privilegia la geometría, la perspectiva y el retrato de lo cotidiano–, el personaje representado por Marina de Tavira vive una situación que nos resulta dolorosamente familiar a millones de mujeres: el acoso. En medio de la fiesta de fin de año, uno de los invitados intenta besarla y, ante el rechazo de ella, él le objeta: “No te hagas, si tú también quieres”, “sólo quería consolarte” y “estarás tan buena…”.
Abundancia y escasez; algarabía y desolación; equilibrio e inestabilidad; agua y fuego. Roma plasma continuamente una sórdida realidad vigente, llena de contrastes. A pesar de las convergencias existentes entre los personajes femeninos, la contraposición de origen y clase social es innegable. Las oportunidades de una mujer de origen indígena son sumamente escasas, aún en un país que se legitima en un pasado indígena pero que, paradójicamente, margina a los pueblos nativos sobrevivientes. Ser mujer e indígena representa un doble obstáculo. En la cinta, Adela cuenta cómo el municipio arrebata a la madre de Cleo un terreno que le pertenecía, ante la impotencia de su hija. En nuestra realidad, basta mirar con cuánto rechazo se ha recibido la llegada de Yalitza a portadas de revistas reservadas para mujeres de un fenotipo completamente distinto.
La historia de Roma es una historia personal, cercana, no sólo debido a la familiaridad de sus locaciones, el idioma o sus maravillosos paisajes de la cotidianidad. De alguna u otra forma todos podemos reconocernos en los personajes y sus historias. La vigencia de la problemática social que muestra resulta abrumadora. A casi cincuenta años de transcurrir histórico, ¿hemos construido una realidad distinta? La respuesta se nos presenta dolorosa, pero también apremiante, esperanzadora.
Autor: Sofía Amezcua Apasionada por la cultura y sus manifestaciones. Historiadora del arte en formación. Ser narrativo. |