Doña José, como los marchantes del mercado llamaban a María Josefa de Jesús, hizo sus compras en menos de quince minutos. Evitó, contra toda su voluntad, escuchar los chismes que su comadre, Doña Viri, la de la cremería, quiso contarle. Iba diciendo a todos los que querían detenerla con la plática que no podía quedarse, que su hijo finalmente iría a visitarla. Quienes le prestaban atención sonreían para sí al ver caminar tan rápido a una señora de piernas tan cortas, mandil perpetuo y cabellera de falso rubio y falsos rulos.
Fue cuando cruzaba la plaza para llegar al paradero, que tropezó con un abismo en el que debería haber una coladera. No metió las manos, porque las tenía ocupadas en la bolsa del mandado, que parecía cargar con el trabajo que le costaría a alguien arrastrar un cadáver. Las verduras se hicieron puré y el chicharrón, añicos. Una docena de personas acudieron: la mitad a socorrerla; la otra a cercar la escena con su curiosidad. Una mujer llamó a la ambulancia. Luego de que Doña José despertara, la abanicaron e intentaron serenarla. Ella estaba menos preocupada por su propio estado que por la comida de su hijo. Un hilo de sangre se asomaba desde la raíz de su cabellera hasta la barbilla.
En los dos minutos de inconsciencia, Doña José llegó a casa y preparó el chicharrón en salsa roja. El empeño que puso en su platillo inundó la cocina de un aroma que la hacía inflar el pecho y erguirse sonriente.
Pablito llegó justo cuando ella apagaba la última lumbre que hacía borbollar el caldo. Había traído un ramo de astromelias. Se pusieron al tanto de los chismes familiares y laborales. Se sentaron a la mesa, adornada en su centro por el tributo floral. La salsa estuvo en su punto; el chicharrón, blandito, casi hecho crema; las tortillas, gordas y humeantes, todo como a él le gustaba, según el veredicto que dio a su madre. Ella se arrojó sobre él en un abrazo y le agradeció el comentario entre lágrimas.
“Perdóneme, amá. Ya no voy a abandonarla tanto tiempo. Si viera la de presiones que he tenido en el trabajo, usted me entendería. Yo siempre quiero venir a verla, pero ya ve. Ahora que voy a dejar de ser gato y empezaré a ser capataz, no sólo tendré más tiempo para visitarla, sino que hasta la llevaré a pasear cada tanto para que no se quede encerrada en este apartamento que huele a puro periódico viejo y meados de gato”. Y se le soltó más el llanto; ella misma no sabía si a causa del júbilo que le provocaban las palabras de su hijo que, después de todo, demostraba quererla, o del dolor que le provocaba escuchar esa ristra de verdades.
Se despidieron entre risas y promesas. “No olvides traer el próximo sábado a Perlita. La de gusto que me dará conocerla. Yo sé que es guapa, porque mijo sabe elegir bien. Les preparo un pozolito”. Y Pablito que sí, que sin falta, que además la llevaría a Xochimilco a pasear en su Jetta del año, del que ya había pagado el enganche.
Cuando recobró la consciencia, supo que la realidad la había extraído de un mejor lugar, tan recién visitado como ya borroso en su memoria.
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Francisco Santoyo Pérez (Ciudad de México, 1992). Estudió la Licenciatura en Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Algunos textos suyos han sido publicados en revistas literarias digitales como Monolito, La sirena varaday Letralia. Su interés es la prosa.
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