El centro de la Ciudad de México encarna en sí mismo la esencia de la contradicción. Quinientos años de urbanismo arquitectónico han sido suficientes para fundar los cimientos de una metrópoli que es fruto de la antagonía más insalvable. El paso del tiempo ha superpuesto piedra sobre piedra, haciendo que esta ciudad parezca devorarse a sí misma. La imagen de la serpiente que engulle su propia cola. El Templo Mayor a escasos metros de la Catedral, los vendedores ambulantes frente a los escaparates de las tiendas de prestigio, las desgastadas vecindades en la misma calle que las imponentes casonas; el centro capitalino, bautizado por el mismísimo André Bretón como «el lugar más surrealista del mundo», ha terminado por ser la materialización física de una forma de vida que se niega a sí misma.
Pensando en todo esto recordé un momento hace bastantes años en el que, hablando con el abuelo, escuché una frase que hasta hoy resuena en mi cabeza. «Para todo mal, mezcal; para todo bien, también». En aquel momento yo no pude entenderlo, pero para la generación del abuelo, en esta sencilla frase, a manera de epítome del refranero popular mexicano, estaba contenida toda la filosofía que podía albergar una forma de vida tan contradictoria como la del capitalino.
Durante mucho tiempo fui incapaz de comprender cabalmente toda la profundidad que resguardaba dicho proverbio salido de la más pura sabiduría urbana, pero esto cambió el día en que por primera vez entré a una de las míticas cantinas del centro histórico.
El recorrido a través de alguno de estos sitios es relativamente simple. Al cruzar por el umbral podemos ver una escena que se replica una y otra vez en cada visita. Detrás de la barra, resguardando las destartaladas repisas llenas de botellas, un hombre maduro, de pelo cano, gestos rudos y con las manos llenas de cicatrices, pule el eterno tarro de cerveza. Sentados en los bancos frente a él, los mismos parroquianos que han venido todas las tardes de los últimos treinta años conversan ávidamente sobre la pelea de box de la noche anterior. En una de las mesas centrales, una pareja se mira con ojos enamorados mientras del pequeño escenario sale una voz de mujer que canta desgarradamente el «Cucurrucucú paloma». Sentado en uno de los rincones del local, un hombre solitario y ya borracho mira taciturno el fondo de su copa y bruscamente ahoga una lágrima en ventura del «qué dirán».
“El amor no existe, es un invento de las noches de borrachera”
Chavela Vargas
Así se desarrollan todas las tardes, todas las noches, en estos sitios que encierran dentro de sí la misteriosa capacidad de ser punto de convergencia. La desgastada madera de la barra ha sido testigo tanto de las más eufóricas alegrías como de las más desoladas tristezas. Aquí se brinda en nombre de muertos y de vivos, en labios de los que se van y de los que se quedan. Del mismo vaso han bebido una y otra de las generaciones que han pasado durante décadas por estos bancos llenos de arañazos y de historias. Las paredes carcomidas por los años resguardan el eco de los gritos, las risas, los golpes y los llantos que van de la mano del alcohol y de un sentimiento que no pudo sacarse en otro lado.
Ahí todavía se escuchan las canciones de mis padres, de mis abuelos y de los padres de mis abuelos. Bajo esos candelabros todavía cantan Infante, Negrete, José Alfredo, Toño Aguilar y Chavela Vargas. Entre copa y copa el tiempo ha encontrado un lugar en dónde detenerse a charlar con la gente que pasa a tomar una cerveza, a brindar con un desconocido o a llorar por un amor perdido.
«Nada me han enseñado los años, siempre caigo en los mismos errores, otra vez a brindar con extraños, y a llorar por los mismos dolores»
José Alfredo Jiménez
En el mismo vaso de mezcal se han depositado las esperanzas y las ilusiones de los que ríen hasta lágrimas y de los que lloran con una sonrisa en los labios. Perdido entre el ruido de copas que chocan, platos que se acomodan, bancos que se arrastran, se puede puede distinguir el murmullo de la añoranza que se cuela entre las conversaciones que recuerdan otros tiempos.
A pesar de ello, con el paso de los años estos lugares han ido desapareciendo. El centro poco a poco ha ido devorando las cantinas que han narrado los últimos siglos de la historia de la capital. En una ciudad que desde su fundación se reconstruye sobre sí misma, estos lugares han sido condenados a quedar sepultados bajo el peso del tiempo y sus consecuencias. Las puertas han sido cerradas, las fachadas remodeladas, las mesas destruidas; sin embargo, sobre esa vieja barra aún hay un vaso que espera por el viajero que se decida a entrar, forzar al tiempo a detener su implacable paso e invitarlo a beberse con él hasta el último trago.