Por José Mariano Leyva
Un recuerdo que, años atrás, solía regresar a mi cabeza en repetidas ocasiones, y que me molestaba como zumbido de mosquito, era el siguiente: estaba en la casa de mi infancia, sentado frente a una mesa. Estaba solo, la casa estaba sola. No había nadie en el jardín. En mi mano tenía una espada muy pesada, hecha de algún tipo de metal que un niño de ocho años no podía levantar. Tampoco podía levantar mi cuerpo de la silla porque parecía que llevaba una armadura hecha del mismo material. Sin embargo, la secuencia onírica se cortaba de pronto, y aparecía en el mismo sitio y en las mismas circunstancias, pero sin espada ni armadura, aunque todavía sin poder moverme.
Después de pensar demasiadas veces ese episodio, logré resolver el misterio: estaba escribiendo. Y estaba escribiendo un cuento –o algo parecido— de un caballero con una potente armadura y una poderosa espada que sólo él podía levantar, incluso luchar con ella. Finalmente estuve seguro de que estaba escribiendo eso porque, para corroborarlo, me lancé a un cuarto que en la casa familiar sirve de bodega, y llegué a la sección que resguarda las creaciones que mi hermana y yo hicimos en la infancia. Ahí, entre dibujos de lápices de colores, acuarelas, esculturas de una plastilina tan seca que se destruían al tacto, estaban las dos páginas que contaban la historia trunca de ese caballero. Las páginas eran del barato “papel revolución” y la había escrito a mano con un lápiz, por lo que buena parte de la historia se encuentra, el día de hoy ilegible: borrada por el tiempo. Pero no importa: a mí me basta con entender que en esa época fue cuando descubrí que quería ser escritor, sin pensar en ello como una tarea o un trabajo. A partir de ese momento los libros, las “hojas revolución” y los lápices que con el tiempo se borran fácilmente, me acompañaron a lo largo de varias tardes.
Escribir y leer no eran las únicas actividades a las que me dedicaba, pero sí ocupaban buena parte de mi tiempo libre. Escribir esto el día de hoy no produce encanto. Sobre todo si nos dejamos guiar por las biografías que aparecen en las solapas de muchas novelas publicadas. El texto ahí vertido ―que casi siempre lo escribe el mismo autor del libro en cuestión— habla de proezas y hazañas muy curiosas: un autor se jacta de haber sido arriero; otro de haber sido homeless en NY durante varios meses; otro más nos asegura que vendió fayuca en las banquetas de algún país exótico. En muchas de esas breves biografías existe un tipo de vergüenza cuando el autor declara su cercanía con los libros, con las hojas en donde se pueden escribir historias. La idea parece repetirse mucho últimamente: entre más gamberro, más escritor eres. En mi caso, siento decirlo, no fue así.
Dos hermanos de mi madre son escritores; por lo tanto a algunas personas les resulta natural, o más fácil, determinar que por esa razón yo también soy escritor. Como si seguir la profesión de la familia fuera un deber del que no se puede escapar.
(Al respecto imagino la siguiente escena: llego con mi madre para anunciarle, aterrado, una decisión.
―Madre: quiero ser médico.
―¿¡Qué dices?!
―Eso: que quiero ser médico.
―¡Estás loco!—diría mi madre, alarmada―, en esta familia jamás habrá un médico. ¿Me oyes? Yo soy titiritera ―que, en efecto, lo es— y tus tíos, escritores. Así que deberás decidir alguna de las dos opciones.
―Pero, madre: ¡mi vocación me llama a ser médico! ¡O abogado! ¡Déjame al menos ser ingeniero!
―¡Nunca!: escritor, titiritero o saltimbanqui. Esas son las profesiones de nuestra sangre. Médico jamás. ¡Vaya vergüenza!).
Así de ridículas pueden parecerme algunas aseveraciones (“eres escritor porque tus tíos son escritores”).
Sin faltar a la verdad, la necesidad de escribir me acompañó mucho antes de que supiera, a cabalidad, la profesión de mis familiares. Yo vivía en Cuernavaca, ellos en la ciudad de México. Y en Cuernavaca era en donde yo escribía desde antes de cumplir los diez años. Por ahí mi madre aún guarda, aparte de la historia del caballero de la pesada espada, una “novela” que se titulaba La extinción de los zotacols. Sin entrar en mucho detalle, los zotacols eran una especie de lobos que en su cuerpo tenían, para desgracia suya, demasiadas virtudes: su sangre superaba al mejor vino tinto, su carne podía curar algunos tipos de cáncer y las pieles superaban en resistencia y calor a cualquier propuesta sintética. Los zotacols vivían en un mundo poco explorado hasta que fueron descubiertos por los franceses y los ingleses, entonces los cazaron hasta extinguirlos. Los zotacols eran animales muy inteligentes, aunque también un poco dramáticos: la última manada sobreviviente, al sentirse tan solitarios, tomaron una decisión valiente: se lanzaron desde un precipicio que daba a un lago para suicidarse antes que ser cazados. Al lago por cierto, lo bauticé como “Uruchurtu”, que era una palabra que yo escuchaba mucho en ese momento, y me parecía que tenía ciertos tintes autóctonos. Fue mucho tiempo después cuando descubrí que, en el entonces Distrito federal, existió un regente llamado Ernesto P. Uruchurtu al que todos mencionaban porque acababa de salir una biografía de él (o algo así).
Es posible que el texto sobre los zotacols fuera mi primer intento por escribir una novela. Durante la primaria tuve más intentos. Y un poco menos durante la secundaria y la preparatoria: ahí la música me raptó; las tornamesas y las mezcladoras se volvieron mi nueva versión del lápiz y el papel.
Las letras nunca desaparecieron, a pesar de las amenazas (y vaya que las hubo): hacia el final de la preparatoria, descubrí, ante la sorpresa de propios y extraños, que yo era bueno en matemáticas. Sin embargo, estaba decidido a estudiar letras o historia. Un día el maestro de matemáticas me llamó a su oficina y me ofreció un consejo sin que yo se lo pidiera:
―Pepe, un libro lo puede escribir cualquiera ―me aseguró—pero poca gente tiene talento para las matemáticas.
Sin darme cuenta de que aquello, más que una ayuda era un acto de arrogancia, estuve varios días atribulado: ahora resulta que lo que yo hacía y disfrutaba desde hacía mucho, ¡lo podía hacer cualquiera! Sólo entonces sí, lo recuerdo, tuve que pedir un consejo familiar, pero tampoco fue a mis tíos: fue a mi madre. Ella se enfureció. Ahora, en efecto, parecía que atacaban el honor del escudo familiar con esa diatriba. Me habló del Aleph de Borges, me habló de Rayuela de Cortázar, me habló de El ruido y la furia de Faulkner, me habló del Ulises de Joyce. La duda se disipó.
Al final estudié Historia. Pero no hay que dejarse engañar: la Historia tiene mucho de Literatura. Muchas de sus intersecciones más importantes ―planteamiento, desarrollo, forma y fondo― son literarias, y quien diga lo contrario vive en una burbuja cuya frontera de jabón metodológico no sobrepasa el año de 1875. Sin embargo, y a pesar de que me dediqué lo mismo a leer libros de historia que de ficción, la universidad fue otra amenaza para mi escritura. Y es que fue hasta ese momento que mis dos tíos escritores emergieron rotundos y amenazantes. Y no fue culpa de ellos. En los salones, entre maestros y algunos alumnos, al saberse mi segundo apellido, se me marcaba de inmediato. Fue un momento en donde mi escritura padeció varias camisas de fuerza. Ya no escribía esencialmente para mí. En mi cabeza ocurría una competencia enloquecida. La idea de una publicación y de los posibles lectores se tornaba en una hazaña poblada de fantasmas. La escritura se volvió algo cercano a un suplicio. Aún no había publicado un libro, y tal vez por esto me tardé más de lo debido en superarlo.
Eso no quiere decir que no escribiera: en ese tortuoso lapso, terminé dos novelas cuyos ejes eran drama puro: en la primera, una pareja se desmoronaba al ritmo del sadomasoquismo, y en la segunda, un grupo de amigos trataba de sobrevivir al suicidio de uno de ellos. Mamotretos de más de 500 páginas. Y cada página, casi puedo asegurarlo, fue un suplicio: estaba escribiendo para demasiada gente. Si una cuartilla salía demasiado densa, pensaba en el lector aburrido. Si salía demasiado ligera, en el lector profundo. Si salía muy personal, pensaba en el lector político. Si salía plagada de ideología, en el lector artista. No había manera de darles gusto. De darme gusto. Por eso las novelas eran tan largas y yo tan miserable. Aquello era el laboratorio de Frankenstein, pero sin el rayo que da vida. Y en buena medida se debía al eterno referente que tenía de mis tíos: no podía elegir los mismos temas que ellos –y eso que varios me fascinaban—; no podía publicar en donde ellos, porque todos lo interpretarían como trampa; no podía sino encerrarme a escribir de manera neurótica, y padeciendo lo único que antes me gustaba hacer de mi vida.
Cuando pensaba que la academia histórica sería el bálsamo que me haría olvidar la escritura de ficción, fui a comer con José Joaquín Blanco. Hacia el tercer tequila le conté mi pena. La verdad, pensé que me iba a dar un consuelo de recetario, pero recuerdo que fue contundente:
Tienes que publicar algo de esas novelas—me amenazó.
—¿¡Qué?! ¿Por qué?—le pregunté, aterrado de regresar a aquellos martirios del tamaño de un sólido tabique.
—Si los dejas en tu cajón se te convierten en cadáveres, se pudren y entonces ya no vas a poder volver a escribir.
Su amenaza, a diferencia de las comparaciones con mis tíos –que muchos hacían de buena fe—, y a diferencia del consejo de mi maestro matemático, me ayudó. Escribí así mi tercer intento de novela que, de alguna manera era heredera de las dos anteriores con menos drama y menos páginas. Se la di a leer a algunos amigos —cosa que no había sucedido con las dos novelas anteriores— y les gustó. La metí a un concurso y así gané el premio Bellas Artes de Novela José Rubén Romero. Me encantaría decir que después de eso todo ha ido cuesta abajo pero no: me tocó lidiar con las editoriales —trabajo ineludible que es inherente a la escritura—. Y es que en la mayoría de los casos en México, un premio no asegura la publicación de la obra, así Imbéciles anónimos (cuyo título original era Los imponderables) se publicó tres años después de haber ganado el premio.
Lo que sí sucedió cuando escribí esa tercera novela, fue que de nuevo pude sentir aquella sensación que me acompaño cuando escribí el relato trunco del caballero o la “novela” sobre la extinción de los zotacols: esa emoción por escribir. Una emoción que, de manera inevitable, se complica a ratos y que desespera; pero que, en general, es eso: algo emocionante.
Así, una vez pasado el escollo de los dos tabiques literarios, me suele ocurrir lo que ocurría desde niño: mi cabeza insiste en otorgarme ideas que hay que escribir. Muchas prosperan, otras no. Por fortuna no conozco el síndrome de la hoja en blanco. Me siento a escribir no porque debo escribir sino porque me resulta imposible no hacerlo. Tal vez por eso no fui médico o ingeniero, y tampoco matemático (aunque debo aceptar que de vez en cuando el tema me tienta peligrosamente). Pero al final de cuentas una hoja vacía, para mí, es demasiada tentación, demasiada, aunque sea una hoja de “papel revolución” y sólo tenga a la mano un lápiz que se borre con el tiempo.
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José Mariano Leyva (Morelos, 1975). Narrador y ensayista. Maestro en Historia por la UNAM. Ha sido investigador de tiempo completo en la Dirección de Estudios Históricos del INAH. Ha colaborado en revistas y suplementos literarios. Becario del Programa Jóvenes Creadores del FONCA (2004). Fue acreedor del Premio Bellas Artes de Novela “José Rubén Romero” (2009) por su novela Los imponderables, publicada por Random House bajo el título de Imbéciles Anónimos (2011). Entres sus obras destacan las novelas Flores en el interfón (Flash, 2012), La casa inundada (Random House, 2016) y los libros de ensayos El complejo Fitzgerald (FETA, 2008) y Perversos y pesimistas: los escritores decadentes mexicanos en el nacimiento de la modernidad (Tusquets, 2013).
*Recopilación hecha por Marco Antonio Toriz Sosa
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