El agua comienza su regreso a la tierra en primavera. Tiernos ríos delgados, como hilos tirados de una tela, desnudan los montes de su nieve. Se ensanchan con su sangre incolora que acelera lentamente su pulso. Nubes se destensan sobre la superficie y la caricia del sol a la tierra les devuelve el aliento. Pulmones de lagos se inflan con líquido y cascadas rompen su mutismo con tenue murmuro. En el jardín, las flores se dilatan en su recobrado rubor. El agua, como hechizada, cobra vida en sus recorridos, es dotada de voluntad casi humana. El hechicero es un hombre delgado de ojos rasgados y casco de cabello lacio, un compositor japonés llamado Tōru Takemitsu.
Nacido el 8 de octubre en 1930 en Tokio, el compositor creció en una familia tranquila hasta que a sus 14 años fue reclamado al servicio militar por el gobierno japonés. Pese a lo amargo de su experiencia, fue ahí la primera vez que se pudo acercar de lleno a la música occidental, que dejó una indeleble impresión en su vida. Inspirado por esta música y alejado de la tradición japonesa por su conexión con los recuerdos de la guerra, a sus 16 años comenzó a componer atraído a la música como a otro ser humano.
Su reconocimiento mundial comenzó con la visita de Stravinsky a Japón donde por casualidad escuchó una obra suya que calificó de sincera y apasionada, lo que alentó a productores de Estados Unidos a comisionar obras al joven compositor. Takemitsu trabajaba junto con los miembros de su anti-academia Jikken Kōbō que buscaron crear obras de artes y música nueva lo más separadas posibles de la tradición. En esta búsqueda de sonidos nuevos se encontró inevitablemente con la música de John Cage y, paradójicamente, el fuerte impacto que tuvo sobre él resultó ser el catalítico que lo reconcilió con su tradición japonesa. Por los años que siguieron en su carrera, gradualmente fueron uniéndose, a través de su obra, elementos de occidente y oriente en una estética conjunta equilibrada, de la cual nace la pieza de hoy.
“Hechizo de lluvia” surge como parte de un ciclo de obras alrededor de su fascinación por el agua y las formas que toma. El pulso es espacioso, los ritmos se mecen entre constancia sincronizada y libertad. Los instrumentos a lo largo de la pieza se transforman en todo tipo de cuerpos. Primero el piano, que como simples colores y reflejos en acordes, llega a convertirse en chorros de agua de gestos rápidos en arpegios. El arpa microtonal, tocada con las uñas nos recuerda al koto japonés, pero en otros momentos llega a simular un ligero gorgoteo con bisbigliandos tenues. El vibráfono ilumina los acordes como piedras que caen sobre la superficie dejando sus ondas. La flauta, en sus discursos melódicos y juegos tímbricos es una imitación literal del shakuhachi, instrumento de aire japonés, pero puede convertirse en momentos como una extensión de los gorgoteos del arpa y vibráfono. Por último, el clarinete funciona como una segunda flauta, imitando y dialogando en contrapunto con la primera. Takemitsu pensaba en la forma de su obra musical como un líquido, guiando al escucha entre secciones de forma paciente y gradual donde todos los materiales nacen y mueren frente a él.
En primavera el agua cobra vida. La vida de la que el hechizo dota al agua es, claro, una ilusión. Al acercarnos al río somos nosotros como humanidad quienes nos vemos reflejados en la superficie e, incapaces de percibir nuestra forma, observamos con asombro sólo la vida, que parece brotar de la profundidad. Takemitsu, a través de la sinceridad de su representación, no se detiene en la mera mímica, nos permite ver hechizados lo que el agua es para él. Su interpretación y representación de la naturaleza nos habla sólo a nosotros y los invito que en la próxima lluvia se sienten a escuchar a su lado.
Autor: Fermín León Salazar Compositor y fanático de las artes. Mexicano de 19 años. Escribo sobre la música que conozco y la manufactura detrás de ella. |