Leer un reporte de persona desaparecida es distinto a leer un obituario.
Cuando nos detenemos a leer un obituario (si es que alguna vez lo hacemos), sólo nos encontramos con unas cuantas líneas que nos indican que alguien acaba de fallecer, lo que, en términos reales, no suele causar mayor tristeza. Los reportes de persona desaparecida son completamente distintos por un factor particular: la incertidumbre de no saber si la persona sigue viva o no. Dialogas con una fotografía, imaginas dónde fue tomada, por qué aquella persona luce tan feliz y sientes que la conoces, que no hay nada más que podrías saber de ella fuera de lo que se presenta en esa imagen y la descripción que la acompaña (color de ojos y piel; complexión, estatura, señas particulares), hasta que bajas un poco la vista y descubres las dolorosas palabras que se encuentran debajo de todo esto: «fue vista por última vez…» Entonces cierras y aprietas los ojos, finges que no viste nada, que no pasa nada y pretendes seguir con tu vida, la vida despreocupada que te fue arrebatada hace apenas unos pocos segundos.
El caso de la literatura es sumamente distinto a todo lo anterior. Al enfrentarnos a un texto tenemos mayor capacidad de soportar cualquier tipo de atentado contra el ser humano (en términos colectivos e individuales) porque la ficcionalidad atribuida a la literatura (incluso aunque se trate de una historia verídica) nos hace sentir que dentro del texto existe un mundo independiente en el que todo puede suceder sin alterar en gran medida nuestra susceptibilidad, y que en la mayoría de los casos, al cerrar el libro, podemos continuar con nuestra vida sin mayor dificultad, calmando cualquier tipo de turbación o preocupación con un sencillo «es sólo una historia». Incluso en ocasiones, el victimario puede causarnos mayor empatía que la víctima, o simplemente convencernos de que no tenía otra opción y fue orillado a actuar de cierta manera por las circunstancias.
En el mundo de la literatura no existen reglas morales o éticas que estemos obligados a adoptar; no tenemos que estar de acuerdo con la opinión del resto y podemos aguardar, en silencio, a que el asesino más sádico sea exculpado; también nos da la posibilidad de revivir con la escritura y la posterior lectura, a toda clase de personajes, para darles una vida más ilustre o una muerte más justa; podemos vengar a aquellos personajes históricos que se han ganado nuestra simpatía, (tal vez) aún sin merecerlo o invertir la suerte de individuos canonizados. No existen la presión social ni las repercusiones físicas o morales: esta y sólo esta es la verdadera libertad que nos ofrece la esfera literaria.
Personajes ficticios y reales se unen en la danza de vida y muerte que es La invasión del autor argentino Ricardo Piglia (1941-2017), cuyo libro, compuesto de quince cuentos, fue editado por primera vez en 1967 y reeditado treinta y nueve años después, en 2006, con cinco relatos más («El joyero», «Desagravio», «En noviembre», «El pianista» y «Un pez en el hielo») y la corrección de los cuentos de la primera edición.
Nuestra vida transcurre entre reportes de desapariciones y obituarios; entre literatura y noticieros matutinos; y es que, al igual que la vida, la muerte también tiene su propio encanto. Pensemos en una mujer, cuyo cuerpo yace cerca del mar a mediodía, cubriéndose los ojos como si aún pudiera sentir cómo el sol la calienta, la irrita, a la espera de que la encuentren; o bien, en un hombre que, al no lograr convencer a su esposa de que vuelva con él, aproveche el ruido de una ciudad en ruinas para, con un arma, arrebatarle la vida.
En el punto medio entre la conciencia y la falta de sensibilidad nos encontramos nosotros, siendo la muerte una figura que nos acompaña en cada paso y con la que convivimos: la sentamos en nuestra mesa y la hacemos cómplice de todos nuestros secretos: escribimos y leemos por, para y sobre ella; la condenamos, la abrazamos, la tomamos de la mano, mientras algunos viven después de muertos, y otros mueren estando vivos.
Hablemos de tener una muerte literaria, una muerte bella y que no duele; ¿cómo sería? ¿cómo narraríamos las últimas líneas de nuestra vida?
Autor: María Fernanda Murillo Rodríguez “El humano está formado de un espíritu y un cuerpo, de un corazón que palpita al son de los sentimientos.” -Violeta Parra. Estudiante de Lengua y Literaturas Hispánicas, FFyL. |