Pero, señora, ¿qué podemos saber las mujeres sino filosofías de cocina? Bien dijo Lupercio Leonardo, que bien se puede filosofar y aderezar la cena. Y yo suelo decir viendo estas cosillas: Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito.
Sor Juana Inés de la Cruz en su famosa Respuesta a Sor Filotea describe su relación con la cocina de la manera anterior: para ella, este espacio es generador de reflexión, de experimentación y le sirve como catalizador de sus penas. Por ello, he decidido dedicar un bloque de comentarios acerca de aquellos textos en los que las escritoras se apropian de un espacio al que eran relegadas por su condición de género y lo convierten en un terreno propio para la creación. En este primer número es el turno de la zacatecana Ámparo Dávila.
Esta semana se celebró en el Palacio de Bellas Artes un homenaje para la escritora Amparo Dávila con motivo de su cumpleaños número noventa. Aunque publicada, su literatura es una joya que no ha sido estudiada, reconocido ni laudada lo suficiente. Sus cuentos se centran en su mayoría entre el terror, lo fantástico y lo extraño siendo así una de las mejores representantes de este género. Tiene un gusto particular por las casonas viejas y abandonadas, esas de inicio de siglo (XX, por supuesto) que ahora solo están llenas de fantasmas y recuerdos. Sin embargo, el terror de Dávila no está creado a partir de criaturas de cuento, ni de música de suspenso sino que recae siempre en lo no dicho, en la duda, en el vaivén entre locura y razón, entre realidad y fantasía.
Su cuento Alta cocina (1996) es apenas una pequeña muestra de su capacidad y destreza para crear situaciones de extrañamiento en ambientes comunes. En este cuento, el protagonista de quien, por cierto, no sabemos absolutamente nada, narra una de las actividades de la rutina de su familia: un ritual en el que mueren ciertos ¿animales? que se sirven como comida especial los domingos y los días de visitas.
Cuando el agua se iba calentando empezaban a chillar, a chillar, a chillar… Chillaban a veces como niños recién nacidos, como ratones aplastados, como murciélagos, como gatos estrangulados, como mujeres histéricas…
Y justo es esta crueldad, este juego con el lento morir de los cuerpos lo que genera admiración del platillo: «No se pueden comer mejor preparados en ningún otro sitio» afirma la madre.
Los sentidos, en especial el oído, tacto y vista son los disparadores de todo el cuento, cómo se relaciona el narrador-personaje-protagonista con estos seres mediante las sensaciones que le provoca escucharlos morir, olfatear las hierbas y el vinagre en el que están sumergidos, ver sus ojos en las gotas de lluvia. Las corporalidades también son importantes porque provocan incomodidad y asco: el cocinero francés, la cocinera gorda y con nariz chata que no tienen remordimiento al tomar el papel de verdugos en la narración.
Todo el cuento, más que una narración, está funcionando como una descripción pero que nunca aterriza, que jamás se ancla. Pueden ser cualquier cosa, no obstante, la respuesta que me parece más obvia es que son chapulines. Y precisamente esta razón hace más interesante la producción de terror desde un platillo cotidiano, típico y que a la vez es exótico y causa conflicto tanto para los mexicanos como para los extranjeros.
Sin embargo, el final resulta sorpresivo pues altera todo, cambia el significado de las relaciones sensoriales y deja una pizca de suspenso, de vuelco, de cuestionamiento.
Aquella vez, la última que estuve en mi casa, el banquete fue largo y paladeado.
¿La sensación insufrible de estar viviendo una y otra vez lleva al protagonista a salir de casa?
Y lo que más llamó mi atención, el adjetivo que también es la última palabra del texto, paladeado. Habla de una sensación de agrado, una apreciación detenida y consciente de cada uno de los componentes del sabor del plato. La crueldad de antes termina agradando, termina siendo placentero. El sufrimiento anterior se transforma en un placer siniestro, pues el comensal conoce todo el proceso del contenido de lo que tiene en la mesa y lo está disfrutando.
Provecho.
Autor: Giselle González Chiapaneca que a veces escribe. Me interesan las literaturas populares, el origen de las palabras, el trabajo comunitario y la escritura femenina. |