Presentamos un texto del escritor regiomontano Daniel Salinas Basave, único mexicano, además de Juan Villoro, que ha sido finalista del Premio Internacional de Cuento Hispanoamericano «Gabriel García Márquez».
Daniel Salinas Basave
- Escritor soy a veces, pero lector soy siempre. No todos los días estoy de humor para escribir, pero en todo momento ―en casi cualquier lugar y circunstancia― tengo ganas de leer. A veces he pasado algún tiempo sin garabatear ni un miserable párrafo, pero nunca he pasado un día sin aferrarme a la lectura de un buen bonche de páginas. El síndrome de Bartleby bien puede agarrarme en su puño y apartarme para siempre de la escritura (y a veces me aparta, el muy canijo) pero, a menos que sufriera una lesión cerebral o un drástico e inexplicable cambio en las circunstancias de mi vida, todo hace indicar que leeré libros hasta el día de mi muerte. Así las cosas: lo verdaderamente trascendente es entender por qué uno se convierte en lector. Lo de la escritura no tiene tanta importancia. Es una consecuencia lógica e inevitable. Ya no estaba en mis manos torcer el camino.
- Si algún día me diera por escribir mi autobiografía, tengo claro cuál sería la primera frase: “Fui concebido entre libros”. Acaso aquello explique el posterior desbarrancadero. Es como si un heroinómano hubiera sido engendrado en un campo de amapolas. La marca del vicio irrumpió como una falla de origen, una maldición irrenunciable. Tal vez sea mera casualidad, y daría lo mismo, si la fecundación se hubiera producido en un taller mecánico o en el asiento trasero de un vochito; pero lo cierto es que los libros siempre estuvieron ahí, desde el instante primario. Y, a la fecha, están aquí, marcando el camino y jodiéndolo todo. Los psicoanalistas hablan de traumas propios de neonatos, experiencias vividas en las primeras horas de la existencia, capaces de quedar fosilizadas en el subconsciente, pero nada he escuchado sobre óvulos y espermatozoides marcados a perpetuidad por el entorno que selló su encuentro. En este caso, el entorno condicionó el camino de vida. Crecí en la casa de mi abuelo donde había libros en cada rincón. Yo no lo dimensionaba, pero aquella casa de la calle Río San Juan, en la colonia Miravalle de Monterrey, era una de las bibliotecas particulares de filosofía más grandes del país. Ahí adentro había más de 33,000 libros. Alguna huella profunda dejaron en los abismos de mi mente, pues muy a menudo tengo sueños en donde el escenario es esa casa con sus paredes tapizadas de pura bibliofilia.
- A veces creo que vuelvo a los libros como quien busca el confort de la tiniebla uterina. Un placer, cuyos efectos son aún más inmediatos que la lectura, es deambular entre cientos de libros. Perderme en una librería o en una biblioteca suele ponerme en paz conmigo mismo y con el mundo. A veces, cuando cargo a cuestas una angustia o un derroche de rabia, me meto a una librería a conjurar a mis demonios de la misma forma que el borracho se refunde en la cantina.
- Entiendo que esta colaboración tiene que ver con escribir y no con leer, así que hablemos ahora de la compulsión por desparramar palabras. La mejor escritura suele brotar sin pluma ni teclado de por medio y su territorio natural son las caminatas. Estoy a punto de decir que también brota sin palabras, pero el lenguaje es una lapa terca. Aún en el más demencial e inconexo ritual de libre asociación de imágenes y sensaciones, las putas palabras están ahí. De acuerdo: las palabras son imprescindibles, pero la pantalla o el papel son meros recipientes.
- La prosa suele brotar caminando. Es durante la fase errabunda cuando todo irrumpe en catarata. Escritura errante, compulsiva, imparable. Los conceptos revolotean alrededor como mil pajarracos. Sus graznidos lo inundan todo y sus alas llegan a tocar mi cara. Voy caminando y voy escribiendo. A veces, si la situación lo permite, anoto alguna palabra en el cuaderno, una vaga idea. El cuaderno es la red con la que intento (y muy de vez en cuando consigo) cazar un pájaro al vuelo que, al ser transformado en palabra y encerrado en la jaula del papel, parece perder su rabia y su esencia. Lo que aparentaba estar lleno de vida se revela hueco e insuficiente.
- Lo peor ocurre al llegar a casa y sentarme frente a la computadora. De pronto los mil pajarracos se han transformado en niebla o en humo de cigarro. No hay ya aleteos ni graznidos que insinúan una historia desgarradora. Sobre mi escritorio quedan algunas plumas recogidas del suelo y con ellas intento invocar a la prófuga parvada. Es inútil. El demencial cuento que escribí caminando se ha hecho humo. Nada queda entre mis manos. Mis dedos danzan torpes sobre el teclado. Las palabras brotan sosas, burocráticas, vacías e insuficientes. En mi inventario sólo tengo eso: palabras-ladrillo, palabras-lego que no me sirven de nada.
- Al final queda, por herencia, un dilema o acaso sea una fatal certidumbre: el que escribe es otro. Hacer o deshacer no depende mí. Alguien más ―deidad o demonio― decide cuándo desparramar palabras y cuándo cerrar la llave.
- La conclusión acaba por ser aterradora: no hay escritura sin quebranto. No se trata solamente de acomodar palabritas como quien coloca un lego arriba de otro. Nombrar demonios punza y hiere. No se puede ir por la vida desdoblando mundos y pretender que no pasará nada. Escribir tiene (o puede tener) su dosis de hedonismo, pero, en cualquier caso, es más grande (o por lo menos más probable) el dolor.
- Todo desparramador de palabrería, aún el más torpe e ingenuo, el más pretencioso e imbécil, conoce, algún día, aunque sea un destello, una pizquita del éxtasis (creo que algo así dijo alguna vez Roberto Bolaño, aunque tampoco estoy tan seguro). Por jodido que sea el resultado, el albañil de las palabras tendrá en algún momento la sensación de estarse elevando a alguna cumbre desconocida, la intuición de un desdoblamiento interior, del inminente encuentro con una otredad que saldrá al paso. Puede ser un mentiroso resplandor, pero irrumpe (juro que irrumpe), aunque suele desvanecerse y evaporarse rápido. Al final queda el flagelo y la impotencia, pero, acaso, ese espejismo sea tan fuerte para justificarlo todo. ¿Por qué somos tantos los que nos arrimamos al desbarrancadero? ¿Cómo es posible que la catástrofe sea tan adictiva?
- No se escribe impunemente. No puede invocarse un embrujo sin consecuencias. No es como jugar una cascarita futbolera o echar una corrida nocturna. Ni siquiera es tan sencillo como una cogidita querendona.
- ¿De quién depende la escritura? ¿Cuál es la pagana y teporocha deidad que se tomará el trabajo de dictarme las palabras que habrán de construir el desvarío del futuro inmediato? Me he cansado de decirle a los jóvenes que la escritura es carpintería, labor de obrero, talacha de albañil en donde sólo vale el esfuerzo y la disciplina. La inspiración, el alucine y la locura son asunto de huevones y desobligados. La escritura es pura esencia apolínea con una pizquita miserable de locura dionisiaca. Eso les dije muy seguro de mí mismo, pero les mentí. Fue una vil patraña, aunque juro que en la superficie y en el fondo deseaba creerla. Presumí tener el control total en mis manos y los demonios me cobraron muy alta la factura. “Tú no escribes ni putas madres. Somos nosotros los que te dictamos. Nosotros incubamos el chip del delirio, el embrujo de tu locura. Sin ella no hay literatura posible. Puedes beber tanto licor como quieras y ahogarte en inciertos whiskys granjeros. Da lo mismo. Por herencia te quedará la gastritis y la blanca estepa de tu mente seca”. Si los diablos no te tocan nada podrá brotar. Con ellos todo, sin ellos nada.
- He vivido y gozado la escritura lúdica y relajante, y he sufrido con textos rejegos que se resisten a brotar. Me he divertido mucho hasta el grado de reírme solo mientras escribo; pero también he sufrido ataques de rabia y ansiedad ante una historia atascada en baches. Leer es un acto totalmente hedonista, pero escribir es un acto híbrido y bipolar que puede producir una catarsis y una emoción muy grande. También puede llegar a torturar. La escritura o la fluidez escritural se parecen mucho al deseo sexual.
- El cuerpo y el párrafo perfecto son tedio y vacío cuando el deseo está muerto. Cuando la lumbre se ha apagado sólo queda frente a mí el desierto de la mañana, el sinsentido que todo lo infesta. La soberana inutilidad de toda arquitectura prosística; la estupidez yaciente en mi afán por contar historias; las palabras como gusanos sobre una bolsa de basura. ¿Dejar de escribir porque no se tiene nada que decir? Lo peor de todo es que las alcahuetas ideas cumplen con revolotear y engañarme, jurándome que hay luz al fondo de aquel pozo vacío.
- Alguna vez he comparado la escritura con el ritmo cardiaco en una rutina constante de ejercicios. Cuando llevas cierto tiempo acudiendo diariamente a un gimnasio, llega un momento en que la elíptica o la caminadora no cansan. Los latidos del corazón y la irrigación de la sangre van en plena sintonía con el movimiento de piernas y brazos. El agotamiento no existe. Simplemente corres, sudas y fluyes. A veces quiero creerlo, de verdad quisiera creerlo, pero tampoco es cierto. Cuando digo estas cosas se enojan los demonios y cobran la factura. Por más disciplinado que seas, los necesitas.
- Soy un escritor diurno. Los amaneceres son lo mío. Me gusta escribir impregnado aún por la duermevela, con la arena de la mente mojada por la marea alta de lo onírico. Me gusta moler el café cuando aún está oscuro. Escribo con café en la mañana y leo con whisky en la noche. Cuando no estoy frente a la computadora, suelo llevar un cuaderno conmigo para escribir palabras e ideas que voy cazando al vuelo y que, después, pueden volverse hilos narrativos de los cuales tirar. Intento, en lo posible, trabajar con carta de navegación, aunque siempre tengo uno o dos archivos en donde derramo ideas y locuras al vuelo: los archivos dionisiacos destinados a no publicarse en donde arrojo el libre flujo, mismos que no se mezclan con los archivos apolíneos en donde suelo trabajar en dos proyectos a la vez, en los cuales intento usar la brújula y tener una idea de hacia dónde voy.
- La semana pasada fui por primera vez en mi vida a hablar de escritura creativa con niños de segundo de primaria, compañeros de mi hijo Iker. Fue algo totalmente diferente que me hizo preguntarme los porqués primarios, fundamentales, de este camino de vida. Les dije que desde muy pequeño he tenido a la mano dos juguetes de los que a la fecha no me he podido desprender: la imaginación y las palabras. Creo que de todo lo aquí escrito, esas últimas palabras son las únicas que son radical e incuestionablemente ciertas.
Daniel Salinas Basave nació en Monterrey, Nuevo León, Mexico, en 1974. Como periodista se inició en el diario El Norte de Monterrey y el diario Frontera, en Tijuana. Colabora con el noticiero Síntesis y es columnista del semanario El Informador y El Vigía. Obtuvo una beca de la Sociedad Interamericana de Prensa en el seminario Periodismo de Alto Riesgo en Campo de Mayo, Argentina.
Como escritor ha publicado Mitos del Bicentenario y Réquiem por Gutenberg, que le valió el Premio Estatal de Literatura Baja California, en 2010, en 2014 recibió el Premio Malcolm Lowry de ensayo literario por Cartografías de Nostromo y el Premio nacional Gilberto Owen de Literatura, en 2015, por Días de whisky malo el que, además, fue libro finalista del premio hispanoamericano de cuento Gabriel García Márquez.
*Recopilación de Marco Antonio Toriz Sosa
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