Alejandro Vázquez Ortíz
Creo que soy parte de la última generación de la humanidad que conoció el aburrimiento. Que llegó a experimentar, en la adolescencia, grandes periodos de vacío y ocio desocupado. Crecí antes de que la televisión fuera obligatoria en cada cuarto de la casa. Cuando los aparatos audiovisuales, y más tarde la computadora, eran electrodomésticos de uso compartido y no personal.
Esto parece poca cosa, pero yo creo que es decisivo. La humanidad ha destruido el aburrimiento y el uso del tiempo se ha transformado.
Explico esto porque si no fuera por el aburrimiento probablemente nunca me habría puesto a leer y, después, a escribir. aburrimiento es la raíz indiscutible de lo que hago. Posteriormente vinieron unos matices, pero en esencia es eso: aburrimiento convertido en literatura.
En la secundaria me la pasaba escuchando música. Desde muy chico me gustaban los géneros pesados. Cuando tenía siete años escuchaba, una y otra vez, las cintas de Guns n’ Roses. En quinto año de primaria ya engrosaba las listas de fanáticos de Iron Maiden. Los libros no me interesaban. Mi sueño era ser cantante de una banda de heavy metal y gastaba las tardes escuchando, a todo volumen, durante horas, disco tras disco.
Un buen día, para mí fortuna, y para la de mis vecinos, se me atravesó un libro. Y como yo estaba aburrido, lo leí. Lo leí de cabo a rabo, casi de una sentada. Lo hice en lugar de poner el mismo disco de siempre. El primer sorprendido fui yo. El libro era La zona muerta, de Stephen King. Allí me decidí a consumir bestsellers de terror, en ediciones de bolsillo de Plaza & Janés que compraba en los centros comerciales. Casi a la par, en el verano del 98, con trece años, empecé a escribir.
No podría decir cuántos cuentos (malos), ni novelas (malísimas) dejé a medias. Agarré una máquina de escribir que mi padre había comprado para elaborar facturas ―una moderna Panasonic KX-R320 eléctrica― y llenaba cuartillas de papel con cuentos de terror y esperpentos de novelas. Nunca me interesó entrar a ningún taller ni buscar alguna publicación. Escribía, nada más. Mi primera publicación fue once años después, en el 2009. Pero entre un punto y otro, hubo mucha lectura y muchas transformaciones en mi modo de entender la literatura.
Creo que la historia de los escritores se determina más por lo que leen que por lo que escriben. Escribir es el resultado de una experimentación. La lectura determina los rasgos elementales de la misma. Escribir es un acto falible, productor e inseguro. Leer es un acto pasivo, predictivo y perfecto.
Otro elemento fundamental para el desarrollo de la lectura es la biblioteca personal. Puedo decir que tuve suerte porque mi padre es un lector consumado. Lee muchísimo. Y tres libreros de aglomerado, combándose bajo el peso de los libros, eran algo digno de explorar para un lector en ciernes. Allí descubrí al boom latinoamericano: a Donoso, a Vargas Llosa, a Fuentes y a la literatura de la onda. Pero no fue hasta que llegué a un librito de pastas pornográficas que mi modo de entender la literatura se transformó por completo: era una edición bastante maltratada de Trópico de Cáncer, de Henry Miller. Fue ahí cuando entendí que la escritura es algo más hondo que contar historias. O, mejor dicho, que contando una historia se puede redimensionar, de formas insospechadas, la vida. La vida del que lee. La vida del que escribe.
Leí más y acabé interesándome, incluso por encima de la literatura, por la filosofía. De hecho, los primeros textos que publiqué, allá por el 2008-2009, fueron artículos sobre Marco Aurelio, Anaximandro, Plotino o Berkeley en la revista indexada de la Sociedad de alumnos de la Universidad Complutense de Madrid.
Por ese lado llegué al último escritor que transformó mi forma de entender la literatura: Agustín García Calvo. Ácrata, poeta, dramaturgo, filólogo y pensador español oriundo de Zamora. Maestro de pensadores como Savater o Azúa, a Agustín no lo conocí en la cátedra, sino en las tertulias del Ateneo de Madrid. Nada me había preparado para la potencia y la claridad de su pensamiento. No puedo decir que estuve presente todos los miércoles en cada una de las tertulias que ofrecía a una multitud de seguidores, casi al modo peripatético, pero su interés y transparencia al razonar y tratar al lenguaje transformó mi entendimiento y la forma de acercarme a la literatura.
Yo era un filósofo en formación. Aquello fue lo más cercano que uno pudiera estar de una revelación mística: encontrar un maestro que, con su tratamiento de lenguaje y de gramática, abría una fuente de posibilidades para entender el germen de la ontología y la metafísica occidental.
Por ello, mi primer libro (Artefactos) y en buena medida el segundo (La virtud de la impotencia), son producto de esas exploraciones experimentales. Las intenciones de esos libros son casi extraliterarias. No pocos colegas narradores y escritores han señalado sus defectos; pero se podría decir, sin faltar a la verdad, que en ese entonces, para mí, la literatura era una sierva de la filosofía. Por eso mis intenciones eran problematizar sobre la noción de identidad, criticar a la sociedad de consumo y poner en duda los presupuestos científicos. Y para ello me serví de la literatura.
Hoy no estoy del todo en desacuerdo con ello, pero sí reconozco que después de La virtud de la impotencia me he abocado más hacia un trabajo narrativo. Es decir, a recuperar aquello por dónde empecé en esto. Recuperar las historias y contarlas.
Además de que mi formación como escritor también se compone por mi formación, casi autodidacta, de editor. En el 2011 formé parte, junto con Carlos Lejaim Gómez y Frank Blanco, del grupo que refundo el proyecto editorial An.alfa.beta como una editorial. Desde entonces, hasta la fecha, hemos editado cerca de una veintena de títulos. De todo lo que implica la selección, el diseño, la producción y la venta editorial, aprendí cosas.
Mi forma de entender los libros también se ha modificado así: entendiéndolos como un ejercicio productivo, como elementos fundamentales de una industria. Como artefactos técnicos producidos por el arte.
Para finalizar debo hacer una mención final. Se trata de la última forma de entender la literatura en la que me vi involucrado. Y ésta, más que con la función de lectura, tiene que ver con la organización de un taller.
Hace poco menos de dos años, a finales de 2015, se formó un taller literario. Rodrigo Guajardo, poeta, me invitó a formar parte de un experimento que estaban elaborando Hugo Valdés y Ramón López Castro, ambos miembros de un mítico taller de Monterrey: El Panteón. Ambos querían formar un nuevo taller y me invitaron. Y claro, dije que sí.
Bajo el nombre de La Funeraria, Valdés y López Castro, como coordinadores, convivieron con miembros entre los que aparecían Gabriela Cantú Westendarp, Antonio Ramos Revillas, Rodrigo Guajardo, Édgar Favela, Isaac Cisneros y yo.
Y aunque las obras originales que se están trabajando en el taller aún no ven la luz, mis últimos dos libros: El emisario o la lección de los animales (publicado recientemente en el sello Caballo de Troya), y Yonque (una colección de cuentos que espero salga a finales de año) ya poseen algunos elementos que he aprendido en La Funeraria, siempre a través de la lectura y crítica de mis compañeros y de la limpieza y trabajo del texto.
Creo que este panorama conforma mi entendimiento de la literatura: nacida como aburrimiento y que termina en una forma de entender la vida y de ofrecernos una apuesta. Literatura que es, a su vez, una simple historia que entretiene. Que también es una vida en la que arte y obra son inseparables. Y es, también, una forma rigurosa del pensamiento, un vehículo para la reflexión crítica y una posibilidad para el despliegue lingüístico.
Integrar todos estos elementos en un libro es mi reto como escritor. Es mi apuesta.
Ficha de autor:
Alejandro Vázquez Ortíz (Monterrey, 1984) es narrador, autor de los libros de cuentos Artefactos y La virtud de la impotencia (FETA, 2015). Este último libro fue merecedor del Premio Nacional de Cuento Comala 2015. Es, además, autor de la novela El emisario o la lección de los animales (Caballo de Troya, 2017), que ha sido considerada como una de las mejores novelas del año 2017 por varios medios. Actualmente reside en Monterrey y es colaborador de la editorial An.alfa.beta, en donde ha publicado una veintena de títulos.
*Recopilación por Marco Antonio Toriz Sosa.
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