En una ocasión conocí a un hombre de lo más extraño. Fue en una tapicería. Ya no recuerdo su rostro, lo que sí sé es que, repentinamente, en cuanto me escuchó entrar, volteó hacia la puerta al mismo tiempo que dejó de acariciar el forro de una silla y me dijo:
‒No sé usted, pero yo estoy enamorado.
Lo primero que entendí fue:
‒Usted no está enamorado como yo.
En un principio me sentí pleno, realmente cómodo conmigo y hasta complacido de que se me notara a simple vista, pero, al pensarlo nuevamente, y al comprender la condición de aquel desconocido, no pude sino fruncir el ceño, desconcertado y, ante la sorpresa que me provocó, sentir la obligación de preguntarle de inmediato:
‒¿Disculpe?
‒Que estoy enamorado.
Sé que el tipo estaba feliz, se le notaba en la entonación y en sus movimientos; brincaba como un pequeño chimpancé recién enjaulado. Otro, en su lugar, me lo hubiera dicho mirando al piso, casi exigiendo mi ayuda; éste llevaba una sonrisa orgullosa dibujada con claridad entre las mejillas.
‒Pero, mi amigo, ¿cuánto tiempo lleva así? ¿Se encuentra usted bien?
Mi inquietud pareció no afectarle, al menos no inmediatamente, pues apenas ladeó la cabeza, como si no comprendiera la situación; incluso me respondió sin cambiar aquella mueca que le desfiguraba el rostro:
‒¿De qué está hablando? Si me siento perfectamente. Luego de estos seis increíbles meses me siento… cómodo. ¡Feliz!
Creo que fue en ese momento cuando empecé a sentir algo de lástima por ese pobre tipo, tan desconectado de la realidad, alegre como un niño con sarampión.
‒¿Sabe usted qué día es hoy, señor? ‒le pregunté, esperando descubrir si había algo irremediablemente alterado en su cabeza.
‒Ja, ja. No exagere. Déjeme decirle que nunca me he encontrado mejor. Es más, le recomiendo que alguna vez se dé la oportunidad de intentarlo.
¡Pobre idiota, no tenía idea de nada y cada vez me preocupaba más! Lo tomé de los hombros y lo sacudí con violencia, esperando que, de algún modo, volviera en sí, pero mis esfuerzos no surtieron ningún efecto, ni siquiera fui capaz de borrarle el gesto.
‒¡Responda, por el amor de Dios! ¡Deje de hablar así, suena usted como un loco!
El convaleciente me escuchó, pero en lugar de hacerme caso, me tomó por los brazos, riendo suavemente, con la intención de tranquilizarme y me dijo:
‒No se exalte, amigo, permítame invitarle un trago para contarle todo con calma.
Jamás en mi vida había abusado de ningún enfermo y no iba a empezar en ese momento. Así que, después de ofrecerme a pagar los tragos a cambio de su historia, encargamos nuestros respectivos muebles al trabajador de aquella tapicería y salimos en busca de un bar cercano. Para ser honesto, en algún punto del trayecto dudé de mi seguridad al estar a solas con un hombre tan inestable, así que traté de conducirnos por lugares concurridos hasta encontrar el lugar adecuado.
Recién entramos al bar, el enamorado quiso pedir un par de cervezas, pero lo detuve enseguida y ordené en cambio una botella de tequila, con la esperanza de que a los pocos tragos se le quitara ese gesto de felicidad que cada vez más me sacaba de quicio. Después del primer trago, la plática surgió muy natural, aunque un tanto incómoda:
‒Mire, usted va a pensar que es una broma, pero estoy enamorado de una silla… de la silla con la que me encontró hace un rato.
‒… ‒lo miré con algo de escepticismo.
‒Bueno, no quiero convencerlo de nada, así que procuraré ser lo más breve posible. La conocí en un restaurante al sur de la ciudad en el peor momento posible para ambos; yo buscaba reconciliarme con mi ex esposa y ella vivía sus últimos días en aquel negocio. Tal vez nunca me le hubiera acercado, pero llegué muy temprano a mi cita, ya sabe, para pensar las cosas, para tratar de convencerme de que estaba haciendo lo mejor para mí. Tenía meses sin ver a Mónica y no estaba del todo seguro de querer estar allí, de buscar lo mismo que ella y, por supuesto, no cabía en mí de los nervios. Total que llego a la entrada, tembloroso y con la espalda humedecida de sudor, el mesero me pide mi nombre, confirma las reservaciones y voilá, quince pasos después, mesa para dos junto a la ventana ‒dudó un segundo y luego continuó‒. ¿Sabe?, ahora que recuerdo, me pude haber sentado en otra silla, pero pasan cosas así de curiosas todo el tiempo y ahora ya no tiene importancia, me senté en Paloma –dijo antes de tomar un sorbo del tequila, todavía sonriendo.
‒¿Paloma?
‒Sí, Paloma, así se llama. La cosa es que… no me va a creer, pero nada más me senté en ella y las cosas alrededor de mí cambiaron por completo. Dejé de pensar en Mónica enseguida; asomado a la ventana, empecé a suponer lo que pasaría si no la esperaba y salía de ahí a tener otra vida con Paloma, sin pedir segundas oportunidades, nada de te perdono ni esas cosas.
‒¿Pero de dónde saca esas ideas, hombre? Usted estaba nervioso, cualquier otro en su lugar hubiera dudado.
‒Sí, tiene razón… vaya que estaba nervioso, tanto que fui al baño a mojarme la cara y justo entonces comencé a pensar de nuevo en Mónica, en la posibilidad de perdonarnos, y noté que era Paloma la que me alejaba de mi ex esposa y de esa vida que tal vez no merezco. Cuando regresé a la mesa y tomé asiento sobre ella por segunda vez, sentí algo que no se imagina. Unos instantes más tarde me encontraba convenciendo al gerente de que me la vendiera. Salí lo más rápido que pude para que Mónica no me viera escapar con otra.
‒No me lo creo, ¡usted está mal de la cabeza!.
‒Puede ser, pero una vez que vivamos juntos, después de la boda ya veremos si estamos hechos el uno para el otro o no. Todo esto lo pone a prueba el tiempo, ¿no? Además, ahora ya no tengo de otra.
‒¿Pero cómo boda? Mire, le voy a hacer una recomendación de lo más sensata: olvídese de ella, ¿qué relación puede tener usted con una silla?
‒No se preocupe por eso, estos seis meses han pasado rápido. Nos vemos tres veces a la semana, tenemos relaciones una o dos veces y el tiempo restante lo dedicamos a la lectura: disfrutamos mucho de la novela policiaca. Y, bueno… ya no me siento en ella, aunque lo extraño en ocasiones, para serle honesto.
En verdad no sabía que decirle, así que lo miré como si la noticia de la boda y su relación me generaran alguna forma de alegría y levanté mi vaso de tequila:
‒Salud.
Después de brindar permanecimos en silencio un rato, mirando la mesa, hasta que, abruptamente, me invitó a su boda.
‒¿Qué dice? Seguro que pasará un buen rato –insistió–, incluso asistirá Mónica.
‒No me lo tome a mal, pero no creo que deba estar ahí.
‒No se apure. Tal vez esto le sorprenda, pero la mayor parte de su familia son ceibas sudamericanas, así que un lado del salón estará prácticamente vacío. Además, haría muy feliz a mi Paloma verlo ahí. Piénselo –sacó una invitación de uno de los bolsillos de su chamarra y me la extendió sin dejar de sonreír.
‒Lo pensaré, se lo aseguro –respondí, tomando su invitación sin prisas y sin preocuparme por esa sonrisa suya que, como pude ver, era el menor de sus problemas.
Durante el camino de regreso a la tapicería me platicó sus planes para la luna de miel y para su futuro con ella. Cuando por fin llegamos, me presentó a Paloma, ataviada ahora con su vestido de bodas recién hecho, un hermoso trabajo en blanco con detalles dorados. Jamás había visto una novia tan hermosa.
Sobre el autor: Ulises Granados (Distrito Federal, 1984) ha publicado minificciones y cuentos en revistas como Deletéreo, Mígala y Punto en línea. Fue editor y columnista para la revista Síncope. Es guitarrista de la banda de rock swing Cotton’s. En 2013, lanzaron Cotton’s, su primer EP, el cual reeditaron en 2016 con dos tracks nuevos. Actualmente, es instructor de judo y jiu jitsu brasileño.