Ilustración de Cecilia Saucedo
Mary soñó que una sombra maligna entraba a su recámara y se escondía en uno de los rincones más oscuros. Asustada, se repetía que no tenía nada que temer, pues sólo se trataba de un sueño y debía avergonzarle que, a sus casi nueve años, aún se portara como una pequeña. Pero, en el mismo instante en que terminaba de convencerse de ello, una de las esquinas inferiores de su cama se hundió lentamente. Titubeando, asomó la cabeza y entonces pudo verla, con sus negras patas ; primero acariciando la colcha y luego removiéndola para encontrar los bordes y poder entrar por debajo: Era una enorme tarántula del tamaño de una mano que, gorda y sin pelo, palpitaba sobre un fondo de ceniza. Mary intentó gritar, pero sólo un aire sordo salió de su boca. La tarántula entró y trepó su pierna con una sensación fría, como de dedos nerviosos que iban caminando sobre la pobre Mary, paralizada de miedo, el cual era tanto que, aun cuando el nauseabundo arácnido llegó hasta el resorte de sus bragas, no pudo hacer nada más que rezar en silencio y sentir cómo ésta hurgaba de nuevo para abrirse paso hacía su pequeña vagina. Una vez ahí, notó que el bicho se detuvo y que con una de sus patas comenzó a tocarla, en pequeños óvalos, cada vez más rápidos y húmedos. Podía percibir cómo su clítoris se hinchaba más y más, hasta que un gemido suyo amenazó con despertarla sin que estuviera segura de querer hacerlo. En el momento exacto en que la tarántula se disponía a entrar en ella, se encontró con que la sombra, mil veces más grande que cuando la vio en un inicio, la observaba desde arriba, muy de cerca. Y su corazón palpitó con fuerza mientras creía distinguir en ella una cara conocida. Mary comenzó a pronunciar las primeras sílabas entrecortadas de un nombre cuando otra tarántula salió disparada de la oscuridad hacia su rostro de forma tan violenta que la despertó de golpe.
La oscuridad era total, apenas y se escuchaban algunas voces que poco a poco se alejaban hasta volverse un diminuto manojo de llantos. Mary pensó que había despertado en otro sueño. La caja en la que estaba su cuerpo no podía ser real porque tenía esa blanda sensación de todo lo que es producto de los sueños. Sin embargo, ese olor a tierra la hacía dudar. Pronto se pellizcó el hombro para comprobarlo, justo como había visto en las caricaturas, e imaginó que de un momento a otro vería su recámara iluminada por las primeras horas del alba y a mamá diciéndole, apretándola a su pecho, que todo había sido parte de un mal sueño. Pero nada sucedió, lo mismo daba abrir o cerrar los ojos, sólo sabía que aún estaba ahí por el olor y el sonido. Entre las voces que giraban en su angustioso sonsonete creyó escuchar a mamá y sintió una punzada en su interior; no en el pecho sino a la altura del vientre, donde percibió el movimiento de infinitas crepitaciones. «El nido de las arañas», pensó y comenzó a llorar sin saber qué hacer. Al poco rato la falta de aire y los últimos ruidos de las palas confirmaban lo que parecía evidente: estaba siendo enterrada mientras en ella una multitud de arañas iba naciendo, hasta llenar su útero y desbordarse en la oscuridad. Mary suplicó que la despertaran y arañó la tapa, no sin que varias uñas se le desprendieran de los dedos que se hundían bajo el mar de insectos que sofocaba sus gritos. Ella sentía las diminutas patas entrando en su garganta; sus colmillos desgarrando carne y órganos, haciendo miles de agujeros y ronchas; transformándola en un panal de vida nauseabunda que ella misma alimentaba. Fue entonces, justo en el espasmo agónico de su desesperación, cuando comprendió que aquel cuerpo ya no era suyo y que para despertar de aquel mal sueño la única forma era la muerte.
Sobre el autor: Kevin Aragón nació en la CDMX en 1992; es estudiante de la carrera de Letras Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y reportero cultural. Ha publicado reseñas, crónicas y notas periodísticas en la Gaceta de la UNAM y el Blog oficial de Difusión Cultural de UNAM, así como algunos cuentos en revistas electrónicas.