Por Edgar Navarro
Ilustración por Cecilia Saucedo.
Don´t tell me
that you get sick of living
Davey Raymore
En la oscuridad de su hogar, José Enrico comía corn flakes cerca de la ventana, mientras oteaba la calle Santa Inés. Eran alrededor de las tres de la madrugada de un viernes. El alumbrado público apenas iluminaba con un amarillo empañado. El silencio enclaustraba la noche. La noche era un grito petrificado donde no brillaban las estrellas. En la casa de enfrente, la cual desentonaba con las sombras que carcomían la escena, por su fachada rústica color salmón y por su jardín variopinto, se vislumbraba el resplandor de una vela. La vela, los sonidos de la mandíbula masticando y la cuchara golpeando el plato eran las únicas señales de vida en la calle. En una mesa tambaleante de madera, cerca del plato, y pese a la oscuridad, se veían tres renglones en plumín rojo, escritos en una curva descendente, en una hoja tamaño carta: “Una no se detiene a pensar sobre su vida, pensarla literariamente, hasta que ve transcurrir la noche para comprender que, en efecto, la noche es joven, salvajemente joven, con miles de ojos que desafían el smog…” No había dormido. Las hojas de papel anegaban el cesto de basura. Pensaba en la primera escena de un cuento que debía entregar al día siguiente a una revista digital creada por estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras que no leían más de diez personas; dicha escena se desarrollaría en una estación de camiones: en un primer plano, una mujer, cuyo nombre es Beatriz Flores, camina de un lado a otro entre la niebla; tiembla de frío, su aliento es un rastro fantasmal. Del fondo, los faros circulares de una camioneta se encienden. Se ve que un hombre con sombrero y larga gabardina baja del vehículo. Luego en un acercamiento, la imagen se enfoca en la nuca de Beatriz; de súbito voltea. Su cara nerviosa se cambia por un gesto de horror contenido. Todo en silencio.
Para Enrico, el silencio era un elemento imprescindible para una historia de terror. Por eso comía corn flakes con la boca abierta y estrellando la cuchara contra el plato. Más que la oscuridad, su trauma infantil era el silencio. Racionalizaba que el ruido mantenía en calma a las bestias del infierno. El día en que el mundo se serenara por completo se materializarían los peores pasajes del Apocalipsis.
Sí, Enrico estaba desquiciado. No padecía de una sana paranoia tan necesaria en estos tiempos en que todo es un campo de tiro: la tierra con millones de meteoros apuntando en su trayectoria; las calles con cada loco que quiere resolver los asuntos más banales a punta de pistola. Enrico era de los hombres que elevaba a niveles de lo trascendente el significado de la caída de las hojas en otoño o el vuelo en parvada de las aves. Ni qué decir cuando su concubina, una mujer de ojos entre grises y verdes, tardaba en llegar a casa, como esa noche. “¿Estará con alguien más?”, pensaba, aunque su tardanza fuera de cinco minutos.
Y aunque la ansiedad le causaba vértigo e hiperventilación, seguía pensando en la historia de Beatriz Flores. ¿Cómo llegó a la estación de camiones? ¿Por qué caminaba de un lado a otro? ¿Qué esperaba? La voz de aquella mujer con aires de Katherine Hepburn hablaba en la cabeza de Enrico: “Desperté como todas las mañanas a las seis y media. Me preparé un té sin azúcar, y lo bebí como acostumbraba viendo por el ventanal que daba a la calle cómo se esfumaba el cielo de la noche. Federico despertaría a las nueve, seguiría la misma rutina: se serviría de desayuno lo que había quedado de la cena, se lavaría los dientes, se acercaría a mí con un olor a menta húmeda y me daría un beso con el mismo amor de hace cinco años. Y yo pensaría como hace meses, después de que cierre la puerta, que nada puede ser tan constante, que habría en Federico una sociopatía tan insana como la esquizofrenia, que todos somos humanos, que todo pasa por un proceso de inevitable consunción, que él no podía seguir sintiendo el mismo amor…”.
Aunque esta escena era clara en la imaginación, Enrico no escribía nada, su mirada se perdía en el festivo color salmón de la casa de enfrente. ¿Cómo era posible querer elucubrar sobre la sinrazón del mundo y sobre el vacío existencial de una mujer de clase media y sus problemas maritales, con ese vistoso color de la casa de enfrente?
Las hojuelas de maíz se humedecían con la leche y formaban ya una plasta amarilla. Después de un largo rato de cavilación, Enrico la masticaba violentamente; su apariencia nerviosa era grotesca, la cual se remataba con los residuos que salían escupidos de su boca. Exhalaba e inhalaba el aire por periodos prolongados. Tomó la hoja tamaño carta, le quitó los residuos de comida, escribió con trazos firmes “Desperté como todas las mañanas” y terminó dos reglones con “se esfumaba el cielo de la noche”. La vorágine creativa fue interrumpida por la sombra de un cuerpo delineado, tras una cortina rosa, por la luz de la vela de la casa salmón. Temió estar delirando, pensó ver la sombra de un gigante. Para alejarse de tremenda locura, Enrico decidió forzarse en seguir pensando en Beatriz, que ahora aparecía en su imaginación como una astuta detective:
Federico se despertaría a las 9:00 a. m. Yo miraba por el ventanal del segundo nivel de mi casa ese rojo que cualquier idiota poeta compararía con la sangre de la noche. Me equivoco, aquél diría con certeza que la noche sangra entre 6:00 y 6:30. De repente una camioneta se estacionó enfrente de mi casa. Sin lugar a dudas su conductor tenía esposa e hijos. Una cobija estampada con duendes y pingüinos, que estaba en el asiento de atrás, delataba que antes un niño había arribado el vehículo. El hecho de que el conductor fuera un hombre confirmaba la conjetura. Los solteros manejan carros pequeños.
El tipo con un rostro algo avejentado tamborileaba los dedos en el volante. Dejé caer la cortina para no ser vista y lo seguí espiando levantando levemente la tela por el lado derecho del ventanal. Aún no podía saber las intenciones de aquel hombre, si era drogadicto, si esperaba cerrar un trato con los bajos mundos, incluso si iba a matar a alguien. Todas las posibilidades resultaban excitantes ya que por aquí nunca pasaba nada, excepto el aire que susurraba algo en un lenguaje ininteligible y aquí sí en total uso de la literalidad; en un barrio tranquilo con vecinos que salen muy temprano a sus trabajos y que regresan muy entrada la noche, se oye hasta a la muerte roernos los cuerpos.
El hombre no aguantó ni cinco minutos dentro de la camioneta; llevaba ropa deportiva, su cuerpo era atlético y vigoroso; aunque en su rostro se dibujaban surcos de experiencia y a pesar de que su cabello encanecía visiblemente en las patillas, no lucía tan viejo como en la primera impresión. En el techo de la camioneta, parado cerca del asiento del conductor, el hombre seguía el mismo ritmo que una persecución de caballos veloces con sus dedos, hasta que estiró sus brazos dentro del vehículo y sacó dos vasos grandes de café que puso en el cofre. No había lugar a dudas, vería a una mujer.
¿Por qué no pensar que la camioneta era prestada? ¿Sólo las mujeres toman café? ¿Acaso los adultos les es vedado taparse con cobijas de duendes y pingüinos? La lucidez de Beatriz Flores, pensó Enrico, estaba sustentada en una premisa humana: realmente no hay tantas tramas argumentales en el discurso de la vida. Si uno sabe dos o tres tramas narrativas, se podrá discernir las cuerdas del titiritero de cualquier historia. Por ejemplo, en la casa color salmón viven Federico Robles y Angélica Torres, esa mujer con grandes ojos oscuros que inspiraba en Enrico no un repelús infantil, sino una sobrenatural fuerza de repulsión. Era un presentimiento más allá del inconsciente que le provocaba estrecharla con un apresurado y seco saludo cuando ésta visitaba a su concubina y que lo hacía encerrarse por horas en el cuarto marital. No quería oír historias sobre su amor por la vida, expresado exageradamente en el color de su casa y en su jardín; tampoco quería saber sobre sus objetivos del año o sobre lo viril y caballeroso que era Federico; le repugnaba leer entre líneas cuando platicaba de lo bien que su esposo se llevaba con todas las vecinas, de los buenos días que le daba a las siete de la mañana para irse a correr, de las horas y horas que hacía ejercicio, de las llegadas de madrugada por trabajar mucho, de los viajes de fin de semana para cerrar negocios en playas paradisíacas.
Enrico tomó el plato con la pasta amarillenta, caminó hacia la cocina y lo aventó al fregadero. Después sacó varios platos de cristal de la alacena y los estrelló contra la pared. Tal parecía que la noche entraba en un mutis peligroso y ese estruendo conjuraba a los demonios o algún ángel exterminador; o más precisamente era cólera por la ingenuidad de Angélica que como Enrico no estaba versada en los complejos menesteres del análisis discursivo; sin embargo, la obviedad de la situación era exasperante: la vida de Angélica era la cáscara de color salmón de su casa. Cuando contaba Enrico sobre sus suposiciones a su concubina, ésta reía y le decía que se tomaba las cosas muy en serio, misma risa, misma mueca que centelleaban sus labios ante cualquier comentario de Federico Robles cuando él y Angélica venían de visita a su casa. ¿Las cosas muy en serio?
Y recordó la razón por la que estaba despierto a las tres de la mañana. No era el cuento que leerían diez personas a lo mucho, en una revista de jóvenes con más vanidad y ganas de bohemia, que fe en la humanidad y voluntad para escribir. No. Caminó hasta su cuarto y miró desde la entrada la cama vacía. “Me voy a una fiesta con Angélica”, le dijo y Enrico pensó “pero si no te gustan las fiestas, ni salir en la noche”; ella le dio un beso por inercia en la boca y corrió hacia la puerta.
“¿Ésta será la última vez que la veré?”, se dijo a sí mismo, mientras recreaba, al ritmo de música de jazz, la escena de la tarde cuando ella abrió la puerta, la blusa escoltada en la espalda, tan blanca, los vellos imperceptibles, cuya disposición anatómica la sabía Enrico de memoria, los tres lunares en el omóplato. Se sentó en la cama y miró fijamente al piso por varios minutos; salió de la habitación, que daba inmediatamente a la sala; al lado derecho había un librero; se dirigió hacia el mueble, posó la vista en una colección de libros de cubiertas de piel; eran novelas policiacas cuyas anécdotas apenas recordaba. “Es cierto: leíste una y ya leíste todas”, dijo entre dientes. Finalmente, regresó a su asiento donde escribía y comía corn flakes, observó que la vela de la casa de enfrente volvía a brillar con un gran resplandor. Respecto a la ventana desde donde se emitía la luz, la vela se situaba justo en medio de la habitación que Enrico suponía era donde dormían Angélica y Federico. Por la disposición de la luz, se vieron dos sombras que se incrustaron en la cortina, una detrás de otra, que se deslizaron después hacia el piso. La idea de que la máxima diversión de Angélica era tejer y que se dormía a las 10 de la noche aumentaba la ansiedad a Enrico. Recordar que en alguna plática había oído decir a ella que todos los viernes se iba a quedar a dormir con una tía moribunda desde hace dos meses era la prueba de una verdad lapidaria: en la casa de enfrente estaba su mujer. Ante esa certidumbre, la mente de Enrico era un rompecabezas arrojado al suelo; aun así, entre los escombros, se distinguía la voz de Beatriz Flores:
Federico y yo compramos discos al azar, aburridos de escuchar la misma música de siempre y esperando la aguja maravillosa entre la paja. Entre esas pesquisas, nos encontramos a un grupo norteamericano llamado Cousteau, que se distingue por tocar un ritmo eclético entre el rock y el jazz; la mejor descripción del grupo la ofrece su bajista y letrista, Davey Raymore: ‘tocamos como suena el mar’. Raramente al ver esa pareja en pleno goce de sus facultades físicas me recordó una de sus canciones, “The last good day of the year”, la cual empieza: Don´t tell me that you get sick of living. A lo mejor ellos no están enfermos de vivir, y yo soy la que siente horror ante estos seres llenos de vida. O quizá sí lo están y no soportan la tranquilidad de la vida en familia. O la vida es una broma contada con la más absoluta seriedad; o es tan seria, que yo pienso que pienso para entretenerme.
Y mientras pasaba este disparate en mi cabeza, la mujer que había llegado hace unos minutos, delataba una silueta lozana; las nalgas y los senos erguidos. El hombre, parado frente a ella, delineaba con sus manos grandes el contorno de sus muslos afuera de la camioneta, le agarraba la cintura, el vientre, besaba su cuello. La mujer, aun cuando aceptaba las caricias, detenía al hombre en muchas ocasiones. No habían tomado siquiera los cafés. ‘Tenemos que hablar, no le puedo hacer esto’. Para poner más sal y pimienta a la situación, la mujer también tenía una pareja. Al poco tiempo las palabras fueron respiraciones entrecortadas; ella se despojó de su blusa y dejaba ver dos senos desnudos, que no importando su edad real, eran de una joven de 25 años. Los cafés cayeron del cofre.
No sé por qué mi primera reacción fue ir al refrigerador por un vaso de leche. Para no tardarme me la serví en la misma taza donde había tomado mi té. Desafortunadamente, cuando regresé a presenciar el espectáculo la mujer tenía la blusa puesta y el hombre ya estaba arriba de la camioneta con el motor encendido. Arrancó y ella se quedó enfrente de mi casa. No había llegado a la avenida principal el vehículo cuando un grito retumba en toda la calle: ‘El viernes a las 3 de la mañana y no le digas a Carlos que nos vimos’. ¿Amigo de hace tiempo? ¿Compañero de trabajo? ¿Familiar? Habría que esperar hasta el viernes para investigar.
Se había largado con Federico. Federico, Federico. Como en una comedia romántica de formato heterodoxo, Enrico trató de discernir los eventos trascendentales que le habían alejado de su concubina. En un ejercicio de total honestidad, concluyó que todos, que estaba loco, que sus únicas virtudes era un cierto talento para la escritura y un gusto por grupos extraños de música como Cousteau, del cual no sabía siquiera el nombre de todos sus integrantes, si Davey Raymore era Raymond, si éste escribía canciones o si tocaba el bajo o la trompeta. ¿Tenía que resignarse? ¿Tendría que soportar el hecho que a la luz de esa vela estaba perdiendo a quien amaba?
Para calmar sus nervios, pensó sobre la vida de la protagonista de su historia, si sería feliz con el Federico de letras. Se preguntó luego sobre la posibilidad de dejar de entrelazar un cuento en su mente y de ir hasta la casa salmón, tumbar la puerta y descubrir in fraganti a su concubina con el Federico de carne y hueso. Pero se arredró ante la noche que era en ese instante, en ese minuto, el horror. No le quedaba más que seguir hilvanado la historia de Beatriz:
Formé teorías acerca de Carlos. Mi favorita era la que involucraba una relación entre aquellos hombres de mejores amigos. Un cierto tono en el grito de la mujer pudo ofrecerme una pista vaga para comprobarla. Pero, a decir verdad, nada corroboraba quién era Carlos, únicamente historias trazadas en la oscuridad de mi inconsciente.
El viernes en la noche, para esperar la cita que se llevaría a cabo a las afueras de mi casa, traté de leer un libro de Chesterton que Federico dejó en la mesita al lado de la cama. Él no había llegado de trabajar.
Me quedé dormida. Federico estaba a mi lado. En la mesita, había una rosa y un recado en que se leía con letra firme “Te amo”. Eran las 3:27 a.m. Me paré de la cama y fui a la ventana. El hombre y la mujer discutían en el lado del chofer de la camioneta, donde antes se habían acariciado fervorosamente. Ella de espaldas a mi vista cruzaba los brazos, señal de arrepentimiento. Él frustrado agitaba las manos. Cuando la mujer estaba a punto de marcharse, el hombre la jaló violentamente de la muñeca y la abofeteó. Instintivamente busqué mi abrigo el cual no encontré y bajé corriendo de las escaleras. Abrí la puerta de la calle con dificultad. Oí ‘hija de puta’, luego miré fijamente. Mi cerebro no encontraba la lógica de lo que estaba viendo: la mujer apuñalaba sin piedad a aquel hombre.
La mujer clavaba su mirada en Beatriz, auscultaba aquel rostro blanco que se sonrojó tras la carrera, absorbió cada detalle fisonómico, las pecas, los ojos cálidos, los labios de trazo fino, las pestañas de cosmético, la ligera curva de la frente, las orejas pequeñas. Su mirada eran dos pozos vacíos que buscan henchirse de una explicación: ¿qué hace esa mujer ahí?, ¿por qué mis manos ensangrentadas?, ¿cómo vencí las fuerzas de un cuerpo más fuerte que el mío?, ¿por qué traía un cuchillo de cocina?, ¿lo hice por venganza, por locura, por un instante de lucidez?
Las imágenes y las preguntas eran un punto oscuro que vertiginosamente gira sobre sí y que realmente no significa. La mujer entonces corrió hacia la avenida perpendicular que da salida a la parte más poblada de la ciudad. El eco apresurado de sus pasos ocupaba la calle. Beatriz le gritó “Espera, espera”. La mujer seguía corriendo cuando un carro se oyó acelerar en la lejanía. “Espera, espera, entiendo todo”. La mujer paró en la avenida, volteó y miró a Beatriz. Alguien lo entendía todo. De súbito un rayo rojo y un golpe seco. Un cuerpo se levantó unos metros del suelo; después un cadáver yacía en el pavimento frente un carro rojo.
Beatriz Flores, anonadada por el accidente por unos segundos, corrió hacia su casa, revolvió cosas, buscó, encontró una bolsa, contó dinero. Federico dormía como un tronco. En una hoja en blanco doblada a la mitad, Beatriz escribió con un bolígrafo rojo: “Éste fue el último buen día del año, adiós”. Dejó la nota en la mesa del comedor, tomó su abrigo, salió apresurada; por primera vez desde hace mucho tiempo observó personas en la calle. No miró el cadáver del hombre sobre el cofre de la camioneta. No respondió a los cuestionamientos de los vecinos: “Oiga, usted, ¿no oyó nada?”. Vio el cadáver de la mujer cuando llegó a la avenida. El conductor del carro rojo se mecía los cabellos con las dos manos, y repetía una y otra vez que no la había visto. Mientras tanto, Beatriz caminaba hacia el este de la avenida.
Enrico rompió las hojas con lo poco que había escrito; puso sus dos manos en el rostro. Imaginaba los ojos vacíos y las manos ensangrentadas, la nota rápida en letras rojas; imaginaba que en la escena de la estación de camiones con la que iniciaría su cuento, Beatriz volteaba con cara de horror ante un anciano que le había tocado el hombro para preguntarle si se encontraba bien. Al ver al anciano, Beatriz respiraba aliviada. Enrico imaginaba… sentía, en un presente vivencial y catártico, los rayos del sol de la madrugada cuando el autobús al que había arribado Beatriz Flores partía para perderse en el horizonte.
Cesó la flama de la vela. La puerta de la casa de enfrente se abrió, los ojos vigilantes de Enrico se apostaron ante las siluetas que se entrelazaban entre las sombras. Llamaron su atención las dos figuras delgadas. Federico era un hombre fornido; pensó que deliraba de nueva cuenta. Cuando la pareja avanzó hacia el alumbrado público, la imagen se esclareció; deliraba, no existía ninguna otra explicación: Beatriz Flores, la mujer de ojos entre grises y verdes, quien lo dejaría más temprano que tarde por sus afectaciones infantiles, la que prestaba cuerpo y nombre a la protagonista de su historia de un párrafo y dos renglones, sí, esa Beatriz que vivía en la calle Santa Inés, retozaba felizmente con Angélica Torres.
Acerca del autor: Estudié en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM la carrera de Lengua y Literaturas Hispánicas. He publicado algunos textos en plataformas como Coma suspensivos. Actualmente, soy colaborador de Cine3.com, bajo el seudónimo Edis Namar.