Por Nuria Matías
Definir el ajedrez resulta problemático por la falta de trabajos teóricos sobre sus condiciones particulares. Abundan investigaciones históricas y científicas sobre su origen y sobre el desarrollo de técnicas neurológicas o cognitivas que con base en él se promueven; también políticas, sobre el papel que fungió durante la Guerra Fría, y psicológicas sobre el beneficio que presuntamente reporta en la educación. Para esto, se le incluye vagamente en varios dominios, como el artístico, el científico, el deportivo, de acuerdo con el objetivo del discurso donde se instale; se le usa entonces para validar tales discursos, debido a las conveniencias políticas, económicas y sociales que pueda otorgar. Sin embargo, la mayoría de estas aseveraciones carecen de fundamentos sólidos, o se les manipula para que el ajedrez funja como un argumento a favor de determinadas propuestas educativas o brinde estatus a ciertas minorías. Foucault apuntó que, si las cosas se configuran por el discurso, se cambia la manera de concebirlas cuando se altera el discurso, así que una revisión crítica de los presupuestos fundamentales sobre la naturaleza del ajedrez deriva en repercusiones ontológicas nuevas sobre él, e incluso apunta consideraciones sujeto-objeto interesante.
Se ha preferido insertar este juego, dentro de la topística mente vs. cuerpo, en el primer sector, en vez de hallar relaciones de su materialidad (del juego: tablero, piezas y reloj, y fisicalidad del jugador: cuerpo) que participan en el desarrollo de una partida común. Esto ha derivado en una construcción literaria y cinematográfica, tanto de los ajedrecistas como del juego mismo, cuya retórica enfatiza su carácter mental, abstracto, matemático, que termina por tener no tanto a priori sino porque de tal manera circula en la cultura. La reacción natural de la gente al saber que, por ejemplo, algún personaje de novela o de película juega ajedrez, es enlazarlo con caracterizaciones relativas a una inteligencia mayor a la promedio, baja o nula capacidad de sociabilidad, gusto por la lectura y las matemáticas; retórica que ciertas películas dirigidas a público adolescente remarcan eligiendo actores de aspecto oriental, con acné, que visten de manera más sobria o anticuada que el resto. En la vida real, no obstante, sería una falacia, como creer que todo deportista (de una disciplina prototípicamente más física) cuida de su cuerpo con mayor tenacidad, que no beben ni fuman, ni ingieren drogas, que duermen las horas necesarias y que su alimentación es óptima.
Un análisis serio de las relaciones de esta disciplina con el poder, por parte de ajedrecistas activos, podría repercutir en su carrera, razón por la cual supongo la escasa bibliografía que, al menos en español, existe. Se comenta sobre la industria cultural, especialmente para resaltar zonas álgidas de la academia, el mercado, la crítica y los lectores, y lo mismo puede aplicarse para el deporte. La taxonomía predilecta en este campo se dirige a la cultura de la espectacularidad, donde resulta fácil caer en esquematismos tales como libro-televisión, o en este caso, ajedrez-futbol. Y nos preguntamos si somos tercermundistas porque en la Plaza Roja de Moscú se proyecta en vivo, frente a miles de personas, la final del campeonato del mundo Carlsen-Karjakin, mientras que en nuestro Zócalo se asiste multitudinariamente a conciertos gratuitos, mítines fallidos, campañas políticas de izquierda. ¿Quién valida la clasista visión del ajedrez como una herramienta civilizatoria y educativa? Precisamente instancias políticas que a su vez son las encargadas de organizar la dinámica de esta disciplina: convocatoria a torneos, presupuesto, incentivos, patrocinios y programas de becas. Y los ajedrecistas deben aceptar frente a los medios que este ejercicio ha generado múltiples beneficios en sus vidas, como aumento de la concentración, refinamiento en la toma de decisiones, alejamiento del vicio, de las drogas, entre otros. Quisieran algunos la libertad pública de Unamuno, para expresar como él, que “El ajedrez procura una suerte de inteligencia que sirve únicamente para jugar al ajedrez”
En México, se ha intentado (y en muchas formas se ha logrado) excluir a esta disciplina de las Olimpiadas Nacionales. No logra entrar en la definición prototípica de deporte, y es más susceptible, por lo tanto, de recortarla del presupuesto. En otros países, como Perú y Cuba, se le considera un deporte nacional. Muchos ciudadanos están al tanto de las competencias locales y mundiales, y podrían al menos nombrar algunos jugadores estrella; o Argentina y Chile, donde no causa asombro quitarle la etiqueta de “juego mental” y llamarlo deporte, contrario a México. Me parece que ésta es la principal razón por la cual necesitamos (¿necesitamos?) un reconocimiento, al menos de nombre, como deporte, para impulsar la cantidad de torneos al año requeridas para cumplir programas de entrenamiento, para costear la contratación de profesores de primera clase, en fin, para mejorar las condiciones de nuestra preparación. Ocasiona amplios e incómodos debates, entre los jugadores, preguntarse el porqué de estos hechos, aunque honestamente la mayoría no cuenta con el tiempo o el interés suficiente para cambiar el estado de las cosas. Consume mucho esfuerzo y horas de estudio dedicarse a cualquier tipo de disciplina, como para arriesgar el fruto de ello criticando a las instituciones responsables, encargadas a la vez de pagar el sustento de muchos.
Definir cualquier cosa no es un proceso terminado, porque continuamente surgen perspectivas que resaltan otros aspectos, velados o ignorados hasta entonces. Sin embargo, el intentarlo nos regresa la pregunta, logra interrogarnos sobre las características que son relevantes para el sujeto, o las que el poder quiere mantener vigentes en la sociedad. El ajedrez es un campo virgen de estudio, si consideramos que lo poco obtenido hasta el momento ha sido producto de observarlo con filtros logocéntricos, de clase, utilitaristas, en fin, parciales. Quizá la niñez tenga un mejor futuro si lleva bajo el brazo un tablero con sus piezas, tal vez el niño saque además buenas notas en la escuela y consiga una carrera y empleo en el extranjero; o quizá la felicidad que ello le reporte quede en segundo plano frente al goce estético y afectivo de sus partidas. Analicemos esta variante.