“Hay una profunda diferencia entre luchar para evitar la muerte y luchar para vivir”.
Curzio Malaparte.
A propósito de Malaparte y un paradigmático viaje en la línea 9, con el vagón llenísimo, dentro del paraíso terrenal que llaman Sistema de Transporte Colectivo: Metro; me ocupé de observar detenidamente dos universos adyacentes. Por un lado, la mujer de cabellos largos, ondulantes bajo el ineficiente soplo del ventilador deformado, quien cabecea estación tras estación y despide un aroma suave que le emana de detrás de los lóbulos perforados. Por el otro, Romina (dice su gafete), sentada, con las rodillas rígidas frente a la estorbosa masa de un abrigo apretujado en la maleta verde que me acompaña, por lo regular, más del ochenta por ciento de la vida. Trae bajo el pulgar izquierdo un periódico doblado, arrugado en las orillas. Las hojas sueltas ondulan con la misma fuerza que la cabellera suelta. Se inscribe a la escena otro paraíso terrenal, lo llaman Metro, a secas. Éste exhibe sus despampanantes imágenes en escalas de color opacas, luego del continuo quebranto de una jornada larga, o la terrible fortuna de ser quien se queda estampada en la puerta. Se lee, medio cortado, el titular en primera plana: “No nos dejemos engañar:…”.
Especulo que lo contiguo será el nombre de algún “representante” político u otra figura pública, respondiendo o intentando sustentar la verosimilitud de un discurso que, a todas luces, se derrumba en los hechos. Desde hace décadas, una y otra vez la misma frase se apodera del escenario. “De ahí sale una tesis”, me digo irónicamente, como suelen enunciar ciertos sujetos. No culparía a Romina del profundo sueño que le pesa en los párpados, ya fuera por el empleo o el encabezado.
Doy vueltas al asunto. Un particular fenómeno de solidaridad ocurre entre iguales que se sitúan en condiciones semejantes, fundamentalmente desfavorables. Unos y otros nos miramos los rostros, encontrándonos y reconociendo al par. Te cedo el tubo, el asiento, el huequito que queda aquí para que no te caigas. Más de una historia rememoro en este paraíso terrenal, frente al anuncio bien pagado que me encara con un “donde se forman los estudiantes del futuro”, pegado en cada travesaño.
¿Que no nos dejemos engañar, dicen? Con toda seguridad vivimos en la ficción desde hace tanto tiempo como para haber olvidado que hubo una época en la que nadie engañaba, mentía o injuriaba, en que el libre acceso a la verdad ―siempre me confundo― era indistinto e igualitario. Quizás aun ni siquiera se fundaba la libertad, a falta de oponente. Es posible que el concepto de misterio no existiera, no digamos corrupción. Nada de ocultamientos, ni túneles, ni paraísos fiscales (sólo terrenales).
La poética del desengaño es un género actual que, gracias “a quien corresponda”, se democratiza vía medios de difusión masivos. No literarios, por favor, “que no funciona para nada” que se conozca la trama, que si “dedicarse al ocio” o las esferas de acción proppianas, que si falta tanto para tal evento y se planea el siguiente “escándalo” que desemboque en seguros y pulidos reflectores. O esto, o lo otro. Con seguridad me dejé engañar. Las viole(n)tas cifras exorbitantes que no convienen, que alarman y dicen mucho ¡mienten! Bueno, relativamente: ante lo innegable del problema vale más quitar el rostro o darle prisa con la inauguración del nuevo paraíso flotante.
El discurso y el acto tienen tanto peso como el dólar. Corroborar el cumplimiento de la “promesa”, que en algún momento dejó de ser “objetivo”, resulta ser un afán, una necedad o vanidad de quien se quiere engañar, o pretende retirar de su cargo al filántropo que beneficia, cada mes, con un cartón de 20x20x30cm. Capaz de dotar al “beneficiado” de suficiencia y variación, tanto como para aguantar el calor y los brazos quebrados de quien se sube a tiros y empujones para no peligrar tanto en la noche.
El verdadero desengaño está en uno mismo, así como el “atraso”, la pobreza, la restricción educativa y la precarización laboral. No es cosa de blancos y negros, identificar la gradación en el ámbito inconveniente es importantísimo y fundamental para la formación del buen criterio (al estilo del buen gusto). Sin embargo, “no nos dejemos engañar” por aquellos que presumen de entender todo en su contexto. O es uno o es otro, y punto. En estos tiempos se requieren decisiones tajantes. No, no es fanatismo, ni conservadurismo: es Romina que todavía no decide si una vez en Pantitlán luchará para evitar la muerte o luchará para vivir.
Finalmente, no supe en qué momento dejé de engañarme o pareció la mejor opción dar permiso al lado oscuro de la luna; o en qué momento abandoné a la dama protagonista de mi realidad nacional para prestar más atención a la Sophie que alguien más sepultó. Lo que parece irreprochable, en ese paraíso impreso entre sangre y piel desnuda, es la inocencia de los personajes que sólo cumplen su función y dan lo mejor de sí porque, a fin de cuentas, no se levantan pensando cómo mover a México, ¿o cómo?
Autor: Alma González Estudiante de Lengua y Literaturas Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México. Y hay montañas que quieren tener alas y se inventan las nubes blancas. . |
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