Quizás el mayor misterio somos nosotros, desde adentro.
En Beginners (2011), Mike Mills escribe: “Our good fortune allowed us to feel a sadness our parents never had time for” haciendo alusión a un periodo nuevo de introspección sensible a la que tiene acceso la más reciente generación del siglo XXI. En la actualidad parecemos reaccionar como multitud. Gustave Le Bon, un psicólogo y sociólogo francés conocido por su estudio sobre las masas, nacido en los últimos años del siglo XIX, postuló la existencia de una denominada “alma colectiva”, donde se construye una brecha de pensamiento que se diferencia de cada uno de los sujetos que la conforman, es decir, existe algo que une a los sujetos, tanto así que se sigue, por omisión, una superficie de decisiones con la que podríamos no estar totalmente de acuerdo: reproducimos los mismos discursos sin detenernos a reflexionar las variables, los sujetos o las prácticas que se critican o se realizan. Estas ideas, aunque alejadas en la historia, se complementan con otros factores más para explicar una parte de la concepción de normalidad.
¿Qué es ser normal? Acaso la media dentro de tantísimos factores no lineales, o el comportamiento histórico que devino en esta concepción, del ideal de una persona. En ese sentido, la pregunta resulta más profunda ¿quién soy? A partir de dónde he crecido, cómo ha sido que se me es presentado este camino aparentemente viable, único y poco opcional. La identidad es una cuestión cuyo principio está en el ser, pero que indudablemente se halla determinada por el marco cultural, social e histórico de un espacio-tiempo definido, nacemos con estructuras mentales se quiera o no. Xavier Dolan nos presenta su versión sobre la identidad al retratar continuamente, durante 168 minutos, la renovación y reinterpretación de una mujer en una forma masculina que mantiene una relación afectiva con otra mujer en una forma femenina, esto en términos a los que me he ceñido por lo que se dice explícitamente en el film.
Paréntesis: En esta síntesis del film se revelan dos cuestiones: la precariedad lingüística cuyo problema se remite directamente a los sujetos sociales hablantes de una lengua al no tener significantes para tales significados. He utilizado palabras como masculino/femenino y mujer/hombre porque la película me lo permite, pero ¿si no fuera así, sería viable catalogar a los personajes como tal?; de aquí la segunda cuestión, no me sentiría cómodo con una hipotética síntesis que no aborde dichos términos justamente porque no sé si sería adecuada la enunciación que hago de la identidad de otras personas porque eso simplemente no debería hacerse bajo ninguna perspectiva como una declaración definitiva: el quién soy y el quién se cree que eres abre brechas distantes y, el tenerse que remitirse a uno u otro sin más: hombre o mujer, hoy genera un problema. Fin del paréntesis.
Laurence Anyways inicia con miradas insistentes que siguen el movimiento de la cámara que sustituye a un personaje, la tensión en el incógnito rostro dura cuatro segundos, lo suficiente para no reconocerle. El símil con el llamado efecto de la Mona Lisa –aparentemente la mirada de La Gioconda busca al espectador- se confirma cuando en escenas posteriores vemos el cuadro colgado en la cabeza de la cama del protagonista; esta pequeña secuencia manifiesta la labor del espectador en el film: seguir al protagonista; la película está dotada de pequeñas y grandes significaciones sutiles como ésta que construyen tanto a los personajes como al film mismo.
Desde el comienzo, la obra cinematográfica no busca, de ninguna forma, ser simple: su profundo e ingenioso guión, que se mantiene en el límite de lo intelectual y lo pretencioso, construye un vaivén de emociones al circular por las gamas de la desesperación y la anhelada felicidad, siempre próximos a sus sentimientos, a las vibrantes molestias de no saber cómo, de no saber qué. Laurence Alia y Fred Belair son pareja. Se aman. Laurence admite no ser real. No dejan de amarse. Fred no sabe qué es ser real. Nadie lo sabe. Tanto Melvil Poupaud como Suzanne Clément, los actores encargados de los personajes principales, se sueltan, literal y figurativamente, el pelo al proponer sólidas y pasionales interpretaciones que funcionan como la columna que sostiene a la obra; los ahora icónicos personajes son indivisibles a sus representaciones gracias a su labor.
Se ha dicho públicamente, la obra no va sobre el transexualismo, sino sobre las vínculos sentimentales entre dos sujetos a partir de cómo se conciben a sí mismos y en relación con el otro, los problemas que de estos surgen y el por qué seguir en tal estado si parece no producir bienestar alguno, no obstante, sin olvidar desde dónde se enuncia, ¿mediante cuáles parámetros se concibe?. En los últimos años hemos sido testigos de cambios relacionados a la percepción de la libertad sexual, sin embargo, la mentalidad colectiva aún se reniega a proyectar lo que Laurence Anyways discute: el amor –la vivencia– debería ser entre personas, una idea cercana a una proyección sobre la demisexualidad, un concepto que no está siendo declamado tanto como parece sentirse.
La apariencia, otro punto más dentro del tema de la identidad y también de la sustancialidad de Dolan, se mueve gracias a que Anne Pritchard, la directora de arte, produce una de sus mejores composiciones al crear un ambiente lleno de ostentación, tonos que van desde el pastel al oscuro vivo, secuencias completas con lentes verdes tenues y glamorosas escenas de baile y amor, con un trabajo en equipo, el vestuario y el maquillaje, adecuado para justificar la transformación emocional y física de los personajes y la importancia de cómo nos vemos a partir de cómo es que los demás nos ven.
Desde su título y en el final, Dolan amplía la función del nombre propio –del que se piensa que no significa, sino identifica– y le otorga la perdurabilidad de la identidad, es decir, Laurence Emmanuel James Alia, en sus últimas líneas parece decirnos que el nombre propio significa el ser siempre identificable, sin importar más, el secreto del ser. A través de está noción, Laurence Anyways es una obra cinematográfica que, con una singularidad audaz, atraviesa extrañamente con la normalidad y nos propone más incómodas preguntas que respuestas agradables, una película de culto que es dura, pasional, glamorosa y sensible.
A mediados del siglo XIX, Henry David Thoreau, un filósofo y poeta norteamericano con tendencias morales rigurosas, escribe: “Antes que el amor, la fe, la fama y la justicia, dadme verdad” *. Por supuesto, con su meticulosa mente creadora, Thoreau seleccionó, de entre todas las posibilidades, el verbo dar porque reconoce que debemos, a toda costa, recibir la verdad de cualesquiera que sea la forma en la que se nos es dada, la verdad de quién soy y de quién son los demás, la identidad del quién.
*Justo, Thoreau en realidad enuncia tal frase fuera del contexto en la que yo la utilizo, sin embargo, me pareció adecuadísima.