La pandemia comenzó a extenderse a nivel global por ahí de marzo y abril del año pasado. Fue entonces cuando muchas ciudades comenzaron a implementar estrictos toques de queda para evitar que la población saliera y aumentaran los contagios. En la sección internacional de los portales de noticias frecuentemente aparecían fotografías que capturaban a las grandes urbes vacías, completamente libres de presencia humana. Las imágenes eran anómalas, pero no extraordinarias. Podrían corresponder también a un domingo muy temprano por la mañana o a un día festivo. Las fotografías verdaderamente inusuales fueron aquellas donde la cámara —testigo curioso y alerta— capturaba, rompiendo el vacío, la presencia de animales salvajes que, ante la ausencia de humanos, asomaban su esplendorosa piel, pelaje o plumaje por las calles, plazas y edificios de los centros metropolitanos. Queda grabada en mi memoria la imagen de un delfín nadando en las aguas cristalinas de los canales de Venecia; la de una familia de jabalíes cruzando la calle sin peatones ni autos en Haifa, Israel, que me recordó la portada del disco Abbey Road de Los Beatles; y la de un puma que merodea gozoso y libre por las calles de Santiago, ciudad que apenas unos meses antes había sido escenario de violentos enfrentamientos entre manifestantes —la mayoría jóvenes— y las fuerzas del orden público. Estos retratos de animales salvajes tomando tímidamente las ciudades quizá eran una de las poquísimas fuentes de optimismo, en medio de un mundo que de la noche a la mañana se había vuelto de cabeza, del desconcierto ante el arribo de una epidemia que había surgido de la nada para dominar el planeta y que traía consigo enormes pérdidas económicas y de vidas. Esta situación inédita —si no por su naturaleza, sí por la enorme escala de impacto— nos descubre que el terreno donde estamos parados no es tan sólido como creíamos y ha dibujado una enorme interrogante en nuestro futuro como especie.