Podríamos pensar que Saraband —película final de Ingmar Bergman— sirve a modo de epitafio, de despedida. Ahora bien, si somos precisos, habría que considerarla quizás como un réquiem: una pieza musical, eclética, una sinfonía dolorosa y melancólica con algo original por decir sobre el amor, el desamor y aquello en el medio. En este réquiem, como en cualquier testimonio de la tragedia, importa la música. Importan las sensaciones abstractas, espontáneas, capaces de despertar emociones que, a su modo, parecen enterradas por el silencio y la vergüenza. La música describe las emociones con cuidado, acompaña el dolor y el perdón, capta el llanto contenido, pero necesario. Al parecer, en este caso, la música es la única voz de historias que, por lo inquietante de su contenido, no pueden ser dichas con palabras. Bergman, entonces, asume el rol del maestro, dirigiendo este concerto con atención a los detalles, moviendo las cuerdas y los instrumentos conforme avanza la historia, jugando con los personajes y sus sentimientos, dándole sentido al enorme caos que cada uno genera al encontrase y enfrentarse con el otro.