Ilustración de Aimeé Cervantes Flores
El 21 de febrero de 2018, se celebró un coloquio en homenaje al escritor coahuilense Julio Torri. Lugar: la sala Moreno de Alba en la FFyL. Ahí, más o menos a las seis de la tarde, la Dra. María Elena Madrigal pronunció una afirmación estremecedora: «Torri no es minificcionista». A partir de ese momento muchos tomamos consciencia de la fragilidad de nombrar a un género, en especial a éste, no solo por ser tan breve y volátil, sino por la teoría circunfleja a él, que a veces se solidifica demasiado; en otras, se desmorona.
Foucault decía que aquello “no existe hasta que se nombra”, y con ello se refiere a que siempre han existido acciones semejantes, pero no toman su forma moderna hasta que son introducidos al lenguaje. Ejemplifico: “prácticas homosexuales han existido siempre, pero el homosexual nace hasta que es señalado y condenado”; algo así ocurre con los géneros y su denominación.
Un entimema sencillo, conciso y fuerte. Lo que llamamos minificción tiene poco tiempo de haber nacido, de habérsele otorgado forma y palabra. Arreola mismo se pronunciaba escéptico respecto a la denominación; no se digan las posturas de mis queridos maestros Lucila herrera, Gonzalo Celorio y Alberto Paredes. La minificción, o lo que sea que los grupos de poder que se adueñan del género han nombrado, tiene dos momentos importantes: uno, cuando nace una de las primeras antologías (Relatos vertiginosos de Lauro Zavala, que vio la luz a principio del nuevo milenio); otro, con el nacimiento de una primera teoría, la de Dolores Koch hacia el inicio de los ochenta. Escritores de brevedades contemporáneos buenos son pocos, y los pocos hay muy buenos. Entre ellos está Hugo Labravo.