La secuencia inicial de La última vida de Simon (Léo Karmann, 2020) nos transporta a la infancia idílica según Hollywood: las luces de una feria, el algodón de azúcar, una melodía bella pero melancólica. Sin embargo, algo desentona en el escenario: no hay nadie, a excepción de un feriante que se dispone a cerrar y un misterioso hombre adulto. Algo no encaja. En la siguiente escena, cuando este hombre se transforma en un niño, descubrimos que no nos encontramos ante una película cualquiera.