Cuando recordamos a Juan Rulfo, lo primero que viene a nuestra mente es su obra literaria. Su reducida pero maravillosa narrativa no sólo opacó la de sus homólogos en el campo de las letras, sino que eclipsó su propia labor en otros ámbitos artísticos.
Al ahondar en su fotografía, pareciera un fenómeno inevitable el vincularla con las escenas que sus libros relatan –tal vez por la necesidad imperante de visualizar los fantásticos mundos que erigió en el discurso–. A pesar de que el propio Rulfo insistió en que se trataban de dos disciplinas distintas e independientes en su vida, su fotografía se ha entendido como un medio óptimo para penetrar su universo literario. Así, fragmentos de Pedro Páramo, El llano en llamas y El gallo de oro solían establecerse como explicación de sus paisajes y retratos, acompañando, como pies de foto, sus imágenes en publicaciones y exposiciones. Sin embargo, la cámara llegó a las manos de Juan Rulfo mucho antes de que la pluma lo hiciera.