Imagen por Sofía Probert
La protesta del 16 de agosto de 2019 en la Ciudad de México tuvo como consecuencia una imagen poderosa. Polémica, incómoda y liberadora, la Victoria alada policromada e intervenida por las manos de decenas de mujeres apuntaba ya la alteración de la imagen urbana como eficaz demostración de un Estado fallido. Aquella imagen recorrió las pantallas del país y pienso, por las acaloradas discusiones generadas en torno a ella, que dislocaba ferozmente la noción de control gubernamental y los imaginarios de la mujer sumisa, callada y obediente.
Este año, de cara a las manifestaciones organizadas a propósito del Día Internacional de la Mujer, los edificios y monumentos de la capital mexicana fueron blindados con largas filas de vallas metálicas para impedir su intervención por colectivas feministas. El mensaje era claro, siempre lo ha sido: el orden establecido no se toca. Aquellos muros legitiman y representan a un poder intrínsecamente ligado al patriarcado que no puede permitirse nuevamente la vulneración de su imagen —sostenida y encarnada, en parte, por la impecabilidad de los monumentos y la fortaleza física y simbólica de sus instituciones—. En la muestra de “protección” de aquellos espacios se juega la imagen misma del Estado como agente de dominio.