Parado e inmóvil, se quedó ahí un momento. Acababa de colgar el antiguo teléfono de baquelita negro, ubicado en la angosta y oscura entrada del garito. Nervioso, le había confesado a su mujer que no podía resistir los impulsos de seguir apostando, que una vez más había perdido prácticamente todo y que cuando terminara —o, mejor dicho, terminaran con él— volvería a casa. Aquella noche, y como en ninguna otra, había pensado en regresar, pero su tentación era tan fuerte que no lo pudo hacer.