Don Pablo dormitaba en la mecedora, instalada bajo el amplio alero de la vieja casona. Por la galería corría un poco de aire fresco, que resultaba agradable, para contrarrestar los efectos de la tarde veraniega. La calma, obligada por la intensidad del sol, se había adueñado del jardín y sólo podía oírse un vago rumor de hojas y algún insecto, que trajinaba a la sombra de los arbustos.