Aún no amanecía cuando la Marilú llegaba a la calle San Diego y entraba a la última casa del cité donde arrendaba una pieza para vivir. Ya antes de encender la luz había comenzado a beberse de un sólo trago, el vino que quedaba en la caja de cartón. Sentada en una orilla de la cama se había sacado los zapatos y había comenzado a llorar. Al poco rato uno de sus vecinos de pieza que salía rumbo al trabajo había tocado la puerta y llamado en voz baja para preguntarle si le sucedía algo; desde el interior Marilú le había dicho que no se preocupara, que estaba bien, que eran cosas de vieja, y que ya se le iba a pasar.