Ilustración de Aimeé Cervantes
I
Eran las tres de la mañana cuando los policías se juntaron debajo del puente, donde vivía el Puntas y la Negra, donde por lo menos una vez a la semana atropellan a un güey, y donde hacía dos minutos habían atropellado a un cabrón. El cuerpo del infeliz había ido a dar al colchón improvisado de la Negra. Ella estaba tan empedrada que apenas notó un poco de humedad en los periódicos que usaba como sábanas. Pensó, incluso, que otra vez se había meado. Cuando te criqueas no te aguantas, pinche viciosa, le decía el Puntas. La mera neta, a lo único a lo que le hacía el Puntas era al activo y a la chela, hasta eso no era tan drogo. Había logrado dejar el foco con los madrazos que le pusieron en el anexo a los 19. Le sufría en el pinche anexo, ahí lo metieron sus tías que disque lo querían un chingo. Logró escaparse en uno de esos días que salían a vender dulces a las micros. No le dio la vuelta a la ruta como debía y se bajó en Viaducto. Ahí mero estaba el puente en el que haría su casa. Hogar, dulce hogar, decía cuando venía de la tlapalería de comprar su correspondiente estopa. Ahí mero conoció a la Negra, que un día llegó vagando con un niño en brazos. Al principio, en su alucín, el Puntas creyó que era un muñeco porque el pinche chamaco ni lloraba ni se movía. El cabrón, el pinche mojón negro, estaba muerto y el Puntas tuvo que arrebatárselo para tirarlo a la basura. Desde ese día, hay veces que el Puntas escucha llorar un morro antes de dormir, pero entre más activado esté, más fácil lo ignora. Ahí mero se quedó la Negra un buen tiempo.