El rey se volvió loco. Sí, eso dijeron sus más cercanos. Dijeron que pasó toda la noche gritando. Entre sus palabras disparatadas contaba que horribles fantasmas lo acosaban, recordándole sus crímenes atroces, crímenes cometidos desde su temprana niñez, cuando se entretenía lanzando a inofensivos perros desde lo alto de las torres del palacio para gozar viendo cómo se destrozaban en el suelo; entonces reía y cantaba saltando y agitando los brazos. Mientras más sangre salía de los cuerpos reventados, más se alegraba.
Sus padres habían muerto, primero, su padre, el rey; luego, su madre. A partir de ese momento, el obispo Maclovio asumió su cuidado y educación: religión, latín, historia, filosofía y matemáticas fueron las disciplinas que ocuparon sus horas de aprendizaje, y mostró gran habilidad en las matemáticas. Todo eso duró hasta que cumplió quince años y tomó el poder en sus manos. El obispo alteró los libros y la historia familiar, haciéndolo descender del mismo Augusto.
El joven monarca disolvió la asamblea de nobles, encarceló a sus opositores, se rodeó de prostitutas, magos y estafadores. También consiguió victorias militares que le permitieron ampliar las fronteras del imperio, acrecentando el tesoro familiar. Cuando el obispo Maclovio ya no le fue útil, lo mandó a envenenar. Expulsó a los médicos de su habitación para quedarse con dos brujas venidas del campo, un par de viejas harapientas y sucias que hacían extraños ritos y curiosos cánticos invocatorios de deidades desconocidas.
Sus alaridos mantenían despiertos a todos los habitantes del castillo; los criados, dominados por el espanto, se refugiaban en sus míseros cuartos haciendo la señal de la cruz. La noche era negra, la lluvia caía con fuerza, a ratos estallaba el trueno, el relámpago iluminaba el cielo y el interior de la habitación con sus fulgores.
Como una cruel ironía, un hermoso perro siberiano permanecía echado a los pies de la cama y a veces soltaba un gemido largo y misterioso. Al rey se le erizaban los cabellos, se le dilataban los ojos. “¡Fuera de aquí, malditos! ¡Voy a incendiar vuestras casas con todos dentro!”. Sus palabras causaban horror porque había incendiado ciudades completas, esparciendo la muerte, el dolor, entre miles de hombres, mujeres, ancianos y niños. Todos recordaban sus correrías a caballo, seguido por un grupo selecto de asesinos a sueldo que lo acompañaban donde quiera que fuera blandiendo sus espadas, sus lanzas, cometiendo los mayores atropellos, raptando mujeres y violándolas en ruidosas y alcohólicas orgías. Ahora que la sífilis lo carcomía por dentro y su cuerpo lleno de pústulas y costras se retorcía en la cama, había amenazado de muerte a sus médicos, sólo permitía a esas dos viejas ignorantes, mentirosas, que lo sometían a insultos y azotes para purificar su cuerpo y su alma que ya sentía las lenguas del fuego infernal.
Cuando nació hubo una tormenta eléctrica igual a la que ahora sacudía los árboles y apretaba los corazones; los perros de la ciudad aullaron gimiendo con las cabezas levantadas al cielo, y un mendigo enajenado dijo que ese niño causaría grandes sufrimientos entre sus súbditos. Todos se rieron de aquel hombre; lo mismo, aunque con otras palabras, dijo una de las costureras de la reina: al poco tiempo la pobre mujer desapareció. El obispo Maclovio, consejero y confesor de la reina, la consoló con oraciones y aforismos.
El rey se sintió feliz, por fin tenía un heredero, pero al año siguiente al nacimiento de su hijo murió al caer del caballo y golpearse el cráneo en una afilada roca mientras perseguía a un ciervo, en una soleada mañana de cacería. Aquellos que aspiraban a mayores cuotas de poder se acercaron a la reina que ejercía la regencia. Mientras el heredero cumplía la edad para asumir el trono imperial, los apetitos y las intrigas se multiplicaban, sin embargo, era el obispo Maclovio el hombre más próximo a la soberana, y cuando ella falleció de un ataque cardíaco el obispo tuvo que redoblar sus esfuerzos para proteger al joven heredero. Pero él nunca creyó lo del ataque al corazón; pensaba que su madre había muerto envenenada por sus enemigos.
Los alaridos estremecían las paredes de la habitación y nadie podía dormir. En su delirio, veía ríos de sangre, cabezas de perro que aullaban a su alrededor, pueblos ardiendo en el fuego devorador; hablaba con su madre, maldecía a su padre, soltaba carcajadas demenciales, abría las manos, lloraba y pedía perdón; luego, caía en un profundo silencio que duraba unos pocos minutos y volvía a los gritos y a las alucinaciones. Las dos viejas giraban en torno a la cama en una danza grotesca, balbuciendo palabras incoherentes; y al resplandecer el rayo sus sombras se dilataban, arrastrándose por las paredes como espectros demoníacos.
Entonces, el enfermo gritaba, hablaba, enseguida recordaba su niñez, esos dos dientes prematuros que le salieron de pronto y que, según una adivina, le servirían para devorar a su pueblo y a los suyos, y repetía las escenas de ira incontenible que lo llevaron a asesinar a su propio hijo de un garrotazo en la cabeza. Luego, hablaba con el fantasma del obispo Maclovio; su voz volvía a ser la de un niño, para repasar las lecciones de latín.
El enorme siberiano echado a sus pies lo observaba sin moverse. Él parecía no verlo, pero cuando se incorporaba en el lecho, de forma repentina, se abrazaba al pescuezo del animal, hablándole como si fuera una persona, y el perro le respondía lamiendo sus mejillas.
Cuando la tempestad terminó, a eso de las cuatro de la madrugada, cayó en un hondo sueño del que despertó al mediodía, ordenó a las viejas que se marcharan, mandó a buscar a sus médicos y un par de criados. Les dijo que deseaba darse un baño; después, los médicos le aplicaron un ungüento de hierbas medicinales, y llamando a su sirvienta favorita se vistió con sus mejores prendas. Más tarde comió, bebió y rio como en sus mejores tiempos. Todos estaban asombrados, no sabían qué pensar, sólo un milagro podía explicar lo sucedido.
Después del almuerzo, escuchó varias canciones populares interpretadas por los músicos de la corte. Su ánimo era espléndido mandó a traer su tablero de ajedrez y desafió a uno de sus generales, que era un verdadero maestro en el juego. En la jugada cuarenta y siete el general movió el alfil de la reina y dio jaque mate. En ese instante, el rey se desplomó en el piso, se oyeron gritos de alarma, los médicos corrieron a prestarle asistencia: “ya es tarde, está muerto”, dijo uno de ellos. Su rostro se había relajado, su piel parecía la de un adolescente, sus ojos permanecían abiertos, expresaban una gran tranquilidad. En sus labios, una sonrisa leve le confería a su faz un aspecto angélico.
Autor: Jorge Muñoz Gallardo (1953). Profesor de Castellano. Posee estudios de Derecho y Ciencias Sociales y fue un destacado colaborador de los Diarios Austral, de Valdivia, y La Época, de Santiago. Miembro de la Sociedad de Escritoras y Escritores de Chile (SECH) y autor de novelas como El Evangelio según un perro vagabundo y El escarabajo ciego, y de los volúmenes de cuentos Fantasmas del sur, El palomo negro y El cuervo y la serpiente.