Un ticket y un amor (o la urgencia de poesía en nueve libros)

A Rebe, por las tortugas y las tangentes

Sonará algo pretencioso, pero aproximadamente cada diez días tengo la necesidad de pasar algunas horas en una o varias librerías. Me estimula estar rodeada de libros, observar las novedades, los descuentos, corroborar que ese-libro-que-quiero-pero-nunca-podré-costear sigue ahí o, simplemente, observar a la gente que llega determinada por un título en específico.

En una de esas tardes en la que el tiempo se escurría entre girar la cabeza a la izquierda y manosear ejemplares, con suerte sin retractilado, me llamó la atención un joven. Yo estaba en la sección de literatura iberoamericana y algo en mi visión panorámica se movía de un lado a otro y distraía mi inspección de rutina. Así que comencé a fijarme en él. Parecía que tenía entre veintiocho y treinta y dos años. Era alto, moreno, bien parecido, con el pelo corto y rizado. Iba vestido elegante, con ropa ajustada, como oficinista, pero en vez de usar un traje completo, tenía un saco con coderas. «Seguro un abogado o alguien que se dedica a las finanzas, pero también le importa verse a la moda», pensé. Me di cuenta después de que iba con su papá, quien se parecía a él en estatura y rasgos físicos, pero contrastaba con el tipo de vestimenta que traía: pantalones bombachos, un chaleco beige. «El papá es antropólogo, ¡qué mal que te salga un hijo así!» Me reía en silencio mientras los observaba. A diferencia del hijo, el padre iba a un ritmo pausado, intentando seguir los pasos alebrestados del primero.

Me moví a la sección de literatura universal, no habían pasado más de cinco minutos, cuando me di cuenta de que el hijo llevaba cargando más de una veintena de libros. Intenté acercarme un poco más para ver si había algún patrón. Poesía. El abogado se está llevando sólo libros de poesía. Me alejé un poco y escuché cómo se acercaba a un trabajador de la librería, sacaba una hoja de papel y le iba preguntando, amable, pero con apremio: «¿T.S. Elliot? ¿William Carlos Williams? ¿W.H. Auden? ¿Rilke? ¿Walt Withman? ¿William Yates?» Todo iba sucediendo a una gran velocidad. Mientras veía la escena desde afuera, me preguntaba cómo es que alguien un día se despertaba y se decidía por ir a comprar treinta libros de poesía. Qué tenía que suceder. Tal vez siempre fue un gran lector de poesía, pero su casa se quemó y quería recuperar cuanto antes los ejemplares perdidos. No, porque se los sabría de memoria, no habría necesidad de anotar los nombres. Apuesto a que es primerizo. Apuesto a que, en todo caso, su papá es lector de poesía y no pudo transmitirle ese amor. Apuesto que se alejaron mucho tiempo por diferencias en el modo de ver la vida. Apuesto que algo inusitado aconteció. Llamémoslo una revelación en torno a la poesía. Encontró, como diría Zapruder, el poema indicado en el momento perfecto. Por fin entendió lo que su padre le decía. Se reconciliaron. Y tenía urgencia. Urgencia por encontrar más poemas que le hablaran y se sintieran íntimos. Que lo indujeran a un estado que sólo puede lograrse si te dispones a jugar con las palabras y el lenguaje. Su papá confirmaba mi historia imaginaria: estaba extático de ver a su hijo con hambre de palabras.

En ese momento, pensé que, si bien muchos de los poetas que se estaba llevando eran geniales, otros me parecían un poco difíciles para comenzar. Algunos, a pesar de ser clásicos, francamente no los había leído. En los libros que llevaba, no había ni una poeta mujer. Tampoco nada contemporáneo. Reflexioné sobre mi relación con la poesía, casi inexistente hasta los veintidós años. Recordé los libros que me hicieron entender que la poesía era un lenguaje del que podía sentirme parte.

Sin pensarlo, me acerqué a la caja y pedí algo con qué escribir. Sólo tenían papel de ticket y una pluma azul que chorreaba un poco. Decidí hacer una lista de libros de poesía importantes para mí. No entendí bien por qué o para qué. Pero a medida que avanzaba se iban aclarando mis motivos: se la quería dar al abogado. Luego me arrepentí. Pensé que, si la situación fuera al revés, odiaría que un hombre se me acercara a explicarme qué libros debería de adquirir. O tal vez no lo odiaría. Todo dependería de sus intenciones. Si fuera para demostrar un desplante de ego, tiraría su lista. Pero si fuera un abordaje genuino, me daría mucho gusto encontrar un cómplice. Partí, entonces, de que mis intenciones con él eran honestas, y de que tal vez el gesto de la lista, más que la lista en sí, le haría saber que hay otras personas que sienten lo mismo o algo parecido a lo que él sintió con el supuesto primer poema. Y si lograba encontrar entre los libros algo que fuera suyo, el mundo se habría vuelto un poco más hospitalario. Para él, pero también para mí.

Cuando por fin los dos hombres se encontraban en la fila para pagar sus libros, me armé de valor, respiré profundamente y me acerqué. Ambos se sobresaltaron: estaba rompiendo la sana distancia y en general, es raro que una desconocida decida abordarte. Los saludé, le tendí el papel al más joven y le dije: «vi que estás buscando poesía y te hice una lista de poemarios que son muy buenos». Por medio segundo, pareció que no estaba entendiendo lo que sucedía. Pensé que no la iba a recibir, por miedo a contagiarse o por simple sentido común, pero su semblante cambió, tomó el ticket y lo observó con felicidad, soltó una risa, me miró y dijo: «Gracias… En verdad, ¡gracias!» Sonreímos los tres, o eso creo, les dije «de nada» y me fui de la librería.

Le conté el incidente a varias amigas que me condenaron por no haberle escrito mi número. «Se habría perdido el sentido de darle esa lista», les respondía. «Iba a pensar que sólo me lo quería ligar y no era la idea. Además, estaba ahí su papá«. Pero una parte de mí, claro que pensó en hacerlo. O más bien, consideraba el instante en que me volteé para salir de la librería. Fantaseaba. Él me agarraría del brazo inmediatamente, o se quedaría dubitativo unos segundos, pero después caminaría hacia mí para frenarme y preguntarme mi nombre, qué hacía, pero, sobre todo, cuál era mi historia con la poesía. «¿Me platicas por qué estos libros son importantes para ti? ¿Por qué estos libros y no otros?» Y yo le respondería: «Claro que sí, vamos por un té y te cuento».

Entonces, esperaría a que pagaran, su papá y él se despedirían con un abrazo –discreto por la pandemia pero efusivo–, el mayor me diría «mucho gusto» y su hijo y yo caminaríamos unas cuadras. Le ayudaría a cargar una de las bolsas. Nos sentaríamos en las mesas de un local, hablaríamos un poco de cada quien, pero pronto empezaríamos con lo que nos convoca(ría). Le explicaría todo aquello que no cabe en un papel de 5×10 cm. Iría por orden, pero no tendría el menor interés en hacer una lista objetiva. Sería mi historia con los poemarios, no una reseña impersonal.

Le diría:

1. Leí El guardador de rebaños de Alberto Caeiro (Fernando Pessoa) porque el chico que me gustaba en ese momento me lo prestó. Por supuesto, como una estudiante disciplinada en general y puntualmente comprometida con ese amor, lo leí el mismo día. Mi hermana también tenía su ejemplar, pero no le había puesto atención. A veces algo está cerca de ti y sólo lo miras hasta que otro factor irrumpe en la ecuación. Es el primer poemario que leí completo, cuando todavía no entendía bien la potencia de la poesía en general. Aun así, entendí el amor y el cuidado de esos versos. Me sorprendía que, con un lenguaje tan simple, se pudiera no sólo componer poemas sino transmitir toda una no-filosofía acerca de la naturaleza y el buen vivir. Este libro lo escribió Alberto Caeiro, que fue campesino y, a pesar de no existir, es más real para mí que otras personas. Me conmovió ver imágenes de un Jesús niño revolcándose en la hierba hablando mal de su padre y pensar en que, si Dios es los árboles y la luna, no hay que llamarle entonces Dios, sino “árboles” y “luna”. Sigo pensando que fui afortunada al empezar por ahí. Es mi poemario favorito.

2. Antígona González de Sara Uribe era el libro de moda cuando estudiaba en la Facultad. Me tocó que lo abordaran por lo menos en tres clases. Y había razones para que lo fuera: contrario a varios poemarios, este libro cuenta una historia. La de una mujer que busca a su hermano desaparecido en Tamaulipas, en el contexto de la guerra contra las drogas en México. Leerlo siempre implica un esfuerzo emocional considerable. A través de fragmentos de notas de periódico, poemas y citas, Sara Uribe hace un viaje intertextual a través de la figura de Antígona para darle un sitio de memoria a los cuerpos muertos, desaparecidos y trastocados por la violencia. Es el tipo de libro del que no puedes decir “me gustó” o “no me gustó”. En todo caso, te atraviesa o no. Y no conozco hasta ahora a nadie a quien no le haya atravesado.

3. Los poemas no leen poemas de Michael Agustin es lo contrario a Antígona González en términos de tono. Es un libro de humor. No soy realmente muy conocedora de poesía, pero tengo la impresión de que es raro encontrar poemas humorísticos. Incluso, una amiga poeta en el futuro me dirá que quiere comenzar a compilarlos porque son realmente escasos. A Michael Agustin lo conocí trabajando como asistente en el Encuentro Internacional de Poesía de la CDMX en 2018. No entré a ese espacio debido a una afinidad particular con la poesía, sino por el pago. Sin embargo, ese empleo me dio la oportunidad de conocer en persona a poetas de todo el mundo, convencidos de su labor, y a la vez, no tomándose a sí mismos tan en serio. Un perfecto equilibro. Michael Agustin es un señor alemán carismático que no necesita de mucho para hacer sonreír a la gente. Su poesía es ingeniosa, y a la vez conmovedora. De pronto, sin previo aviso, también es triste. Cuando, en el ciclo de lecturas en voz alta del Festival, leyó los versos: «Me da pena/ la señal de la emisora /que entre programas suena/ precisamente para que todos oigan/ que ahora no hay nada que oír», compré un ejemplar de su libro. Fue una gran decisión.

4. Con Una lección de poesía para mi padre de Glenn Colquhoun, la historia fue parecida, pero un poco más intrincada. En el mismo ciclo de lecturas, Glenn Colquhoun, poeta neozelandés, leyó algunos poemas y, para finalizar, explicó que el último pertenecía a un poemario que había hecho específicamente para explicarle a su papá por qué había decidido ser poeta además de médico. La idea, así como el poema que leyó, hizo que me brotaran lágrimas de los ojos. Leyó en inglés: “Un poema es una forma/ de saber que estás vivo […] tan filoso como la luz que atraviesa/una hilera de árboles”. Volví a la mesa para comprar un ejemplar, pero no habían. Así que, al terminar la lectura, le pregunté temerosa a Glenn Colquhoun qué podía hacer. Escribió en una hoja de mi libreta su página en internet y me dijo que tal vez podía adquirir el libro ahí. Pasaron varios años durante los cuales, de vez en cuando, entraba a su página para ver cuánto me saldría hacer dicha transacción. Más de seiscientos pesos. No iba a pagar tanto y en general los envíos tan lejanos me conflictúan. Por semanas, olvidaba cuánto ansiaba ese libro, hasta que un día lo olvidé del todo. Hace unos meses, el último día que vi a mi ex pareja, porque ya habíamos terminado, pero teníamos un par de pendientes que hacer juntos, fuimos juntos a una librería sólo de poesía. Íbamos por una antología de poesía rusa, y ya estábamos por irnos cuando vi el libro de Glenn Colquhoun traducido, y a un precio asequible. Grité de emoción, le conté atropelladamente a mi (casi ya no) pareja y me lo llevé. Fuimos a Los Viveros y lo leímos casi completo y, aunque necesitábamos sonarnos la nariz cada tanto, sentimos que había sucedido un milagro. Este también es mi poemario favorito, y diría que tal vez es la forma más bella de iniciar un viaje por la poesía. Porque explica sin aleccionar qué puede ser un poema y por qué son importantes.

5. Me enorgullece un poco decir que llegué al Poema a la duración de Peter Handke yo solita. Bueno, tan solo en parte, porque Peter Handke ya era premio Nobel, pero nadie me lo recomendó y no sabía nada de él. Justo por donde te paseabas con tanta premura hace rato, pasaba los ojos por los títulos de poesía unos meses atrás y me llamó la atención el material del lomo y lo delgado que era el libro de Handke. Lo saqué, lo abrí y me di cuenta de que era una edición bilingüe. Decidí que lo quería porque estoy estudiando alemán y me pareció un motivo suficiente. Otro día, con esa misma ex pareja, cuando aún no éramos ex pareja del otro, me llevé el ejemplar y lo leímos todo en español en el parque más cercano. Este libro, compuesto sólo por un poema de largo aliento, se pregunta, evidentemente, por la duración. Para Handke este concepto no tiene que ver con la prolongación de la vida o con un lapso muy amplio de tiempo, sino con la plenitud del instante. Siento que, en esa banca, mientras nos turnábamos para leer, experimentamos y pudimos mirar, aunque fuera de reojo, la esencia de la duración.

6. Diría que llegué sola a Una ballena es un país de Isabel Zapata, pero esta vez sería mentira. Al principio, nadie me lo recomendó personalmente, pero en redes veía el furor con el cual hablaban de él. Luego, cuando pedí alguna vez recomendaciones sobre libros que hablaran de animales y naturaleza, salió varias veces. No quería quedarme afuera de la tendencia. Sabía que era un libro sobre animales, pero me encontré con una grata sorpresa al entender que no eran descripciones bucólicas y lejanas de seres vivos, sino un cuestionamiento a nuestra relación con otras especies vivientes y a las atrocidades que hemos perpetuado. Además, este libro es también una invitación a repensar nuestro lugar en una supuesta jerarquía que hemos impuesto para justificar lo que le provocamos a los seres del mundo y cómo podríamos aprender a amarlos de otra manera. El libro me tocó profundamente, sobre todo el poema de Laika, la perra enviada a morir al espacio, y el de las lecciones de lenguaje de Koko, una gorila con una capacidad comunicativa no muy lejana a la nuestra. Elegí algunos poemas para ver en clase con mis estudiantes, y se mostraron afectados, pero también como si su concepción del mundo hubiera cambiando un poco.

7. Bluets de Maggie Nellson fue todo un episodio en la vida de Twitter, y eso que yo ni tengo Twitter. La traducción de una de las ediciones fue realizada por Isabel Zapata, y estuvo en PDF a disposición del público en un lapso de tiempo. Mis amigas y yo vimos lo bien que se hablaba del libro y decidimos organizar un círculo de lectura en medio de la pandemia que fue maravilloso. Si tu color favorito es el azul o has amado mucho, puede ser para ti. También si no. Por desgracia y por ventura, yo cumplía con esas condiciones, así que Bluets llegó en el momento indicado. Este libro, que a ratos es poesía, ensayo, prosa poética y preguntas sin salida fácil, con fragmentos numerados como si de pequeñas tesis o meditaciones se tratara, habla del amor, del dolor, de la pérdida, a través del análisis meticuloso y poco obvio de un color.

8. Esta vez, Saber llevar nuestra porción de noche de Emily Dickinson corrió a cuenta de Alejandro Zambra, vía mi hermana. Ella había leído casi todos los libros del autor chileno y en uno de ellos mencionaba algunos versos de Emily Dickinson, así que un día fuimos de compras y cada quién adquirió un ejemplar de su poesía. Tengo que admitir que no sabía quién era, a pesar de ser considerada una de las poetas más grandes del siglo XIX en Estados Unidos. En esta antología, también bilingüe, se recopilan poemas breves, contundentes y existenciales, en torno a la búsqueda de una identidad, la personalidad y el lenguaje utilizando como metáforas la sombra, las luces, las casas y los atardeceres. Uno de mis poemas favoritos pertenece a este libro. Gracias a él, siempre que escucho el viento, no dejo de pensar en que su origen es el marítimo por cómo suena. Jamás había pensado que el aire y el agua pudieran tener un sonido común: esas entonaciones mediterráneas.

9. En realidad, no pude haberte recomendado esto porque cuando te entregué la lista no conocía el libro ni a la autora. Pero haré un ejercicio de futuro en el pasado. Te diré: en unos meses a partir de que tú y yo nos paremos de nuestros asientos, voy a conocer a alguien que me va a cambiar la vida. Al principio tendré recelo, tal vez por su bondad y su felicidad inteligente, pero no tardaré en entender que pueden existir personas que te cuidan y se preocupan por ti con muy poco tiempo de conocerse y de forma desinteresada. Me sorprenderé cuando diga en voz alta que la naturaleza no es algo que le interese particularmente, después aplaudiré la valentía de decirlo y la sinceridad con ella misma y después entenderé que su mirada está ocupada en ver la importancia de lo aparentemente simple, la historia detrás de los objetos electrónicos, las asociaciones libres y los entramados complejos que puede haber con la cátsup, el amor de Grimes y Elon Musk, las papas Saratoga y las sillas acapulco. Estoy hablando de Oscilo entre ver a mi teléfono o verte a ti de Rebeca Leal Singer. Podrás juzgar que mencione en esta lista a alguien que será mi amiga, pero me parecería injusto no incluirla por eso. Es más: lo hago por eso y otra sarta de razones. Porque me va a hacer reír y me va a sorprender su forma de componer imágenes poéticas. Porque cada que lea “Ars poética” y “TP LINK” en voz alta voy a tener que respirar para que no se me quiebre la voz. Pensarás que seré la única, pero cuando le dedique “Aparición” al chico que me gusta y con el que no puedo estar, en medio de un embotellamiento, va a sollozar.

Estoy segura de que sentiré lo mismo si me encuentro con ese libro bajo otras circunstancias, pero no deseo que las cosas sean diferentes en ninguna forma a partir de aquí. Aunque eso implique que este encuentro, tú y yo, no pueda ser.

*

Nos quedaríamos otro rato. Le hablaría de qué hizo que mi relación con la poesía se estrechara, pero sobre todo de quiénes hicieron piruetas alrededor de mí y de ella para sujetarnos con un lazo invisible. Él me contaría, por fin, qué caminos lo llevaron a comprar tantos libros. Cuál fue ese poema que lo cambió todo. Tal vez abriríamos unos ejemplares, leeríamos algunos poemas en voz alta para el otro y comentaríamos qué nos hizo sentir. Pagaríamos la cuenta, intercambiaríamos teléfonos y cada quién se iría a su casa.

*

Si algún día lees esto, fui yo quien te dio esa lista.